VIGENCIA DE TAFURI. CONSIDERACIONES SOBRE LA CRÍTICA CONTEMPORÁNEA DE ARQUITECTURA EN AMÉRICA LATINA
Jorge Francisco Liernur
RA, Revista de Arquitectura, 8, jun. 2006
Departamento de Proyectos de la E.T.S de Arquitectura (Universidad de Navarra)
Es evidente que la crítica de arquitectura tiene un papel importante en la formación de la opinión pública no especializada. A pesar de que, por ejemplo, su presencia en los medios periodísticos, no sólo en América Latina, aún sea escasa. Aunque deben estar estrechamente relacionadas, no debe confundirse esta función con la desempeñada en el campo profesional. El presente artículo desarrolla unas cuantas observaciones en torno a la relación entre la crítica periodística y la crítica especializada desde las ideas ya planteadas por Manfredo Tafuri. En este sentido, la crítica actual en el Cono Sur de América Latina merece una revisión profunda.
Una investigación reciente llevada a cabo en los Estados Unidos da cuenta del rol de la crítica de arquitectura en ese país 1. Aunque con matices y diferencias, algunas características allí presentadas no parecen ajenas a lo que ocurre con esta actividad en América Latina. Según el informe, preparado por el Programa Nacional de Periodismo Artístico de la Universidad de Columbia, menos de un tercio de los 140 periódicos (con una circulación de más de 75.000) analizados por el estudio cuentan con críticos de arquitectura, entre los cuales sólo un tercio a su vez tienen una dedicación full- time a esa actividad. Otros estudios del Programa muestran asimismo que en los periódicos “las más escasamente cubiertas entre las disciplinas artísticas son las artes visuales, y que de éstas últimas la arquitectura figura como la menos considerada” 2. En la mayor parte de los casos las críticas de arquitectura aparecen formando parte de las secciones de arte.
La crítica de arquitectura juega y ha jugado un rol no despreciable en la formación de opinión pública a través de los medios periodísticos, como lo reflejan las columnas dedicadas al tema en diarios como El País, en España, el rol desempeñado por Bruno Zevi en el semanario italiano L’Espresso, o en América Latina la tarea del Grupo Nueva Arquitectura en El Nuevo Diario en República Dominicana, o de Juan Pedro Posani y Alberto Sato en Economía Hoy de Caracas. En la Argentina los principales diarios publican suplementos especiales semanales dedicados a la arquitectura, lo que supone la ventaja de un mayor espacio y la desventaja de su relativa separación del cuerpo principal, lo que a la vez determina un distanciamiento del público general.
Así como es indudable la influencia de Bruno Zevi en la cultura italiana, no lo es menos la de figuras como Ada Louis Huxtable o Paul Goldberger en los Estados Unidos, aunque ambos hayan sido principalmente activos en el ámbito periodístico. Quiero decir con esto que el campo de la crítica periodística tiene una gran importancia en la construcción de un espacio público para la más pública de las artes, y puede ser ejercida con gran responsabilidad e inteligencia.
Ahora bien, aunque, como queda aludido, falta mucho por hacer en este sentido y aún sin tener en cuenta la calidad de lo que se lleva a cabo, es evidente que la crítica cuyo fin es la formación de opinión pública, no puede asimilarse a aquélla cuya función está referida al campo profesional especializado en arquitectura, aunque entre ambas exista o debería existir, como veremos, una estrecha relación. Se trata, en rigor, de los dos ámbitos con demandas diversas, entre los que la crítica se tensiona desde sus orígenes, ubicados por distintos autores a fines del siglo XVIII. Para decirlo con Terry Eagleton, quien aunque alude en particular al “hombre de letras victoriano” extiende el dilema a la situación actual, “o la crítica se esfuerza por justificarse a sí misma ante la opinión pública manteniendo una responsabilidad humanística general hacia la cultura como un todo, cuyo amateurismo cada vez será más entorpecedor a medida que se desarrolle la sociedad burguesa; o se convierte en una especie de habilidad tecnológica, cimentando así su legitimidad profesional a costa de renunciar a una mayor relevancia social” 3. Si bien creo que ambas actitudes no son antagónicas sino complementarias, he elegido centrar mis observaciones en la segunda de ellas por entender que a ella están dirigidas las preocupaciones que orientan la realización de este encuentro, y dado que es también en el ámbito de la crítica especializada donde he desarrollado mi propia actividad.
Dicho esto debo reconocer en primer lugar que no me caracterizan ni una formación ni una producción metacrítica, con lo que puedo a lo sumo compartir mis propios interrogantes, esperando iluminarlos en el curso de la discusión. Por empezar, no he inventado mi posición. Tuve el privilegio de realizar estudios de posgrado con Manfredo Tafuri y es a sus ideas a las que me remito a la hora de explicitar mis opiniones, no solamente porque son esas ideas las que no han dejado de guiar mi trabajo sino porque, como de esto puede deducirse, las considero tan plenamente vigentes como escasamente comprendidas. No es posible obviamente condensar en este breve artículo su enorme contribución en el tema que nos ocupa, pero me permito al menos recordar algunos de sus aspectos, tal como los formulara en uno de sus escritos más importantes: “El ‘Proyecto’ Histórico” 4.
Tafuri planteaba allí la necesidad de hacer estallar la aparente unidad del objeto de análisis, dejando incluso de lado, por ingenua, la idea de que ese estallido podría provocarse con la mera inclusión del objeto en contexto. Revisando sus propias afirmaciones de trabajos anteriores guiados por la más estrechamente adorniana “crítica de la ideología”, y en polémica con la “metafísica del deseo” de Deleuze y Guatari, en el “Proyecto” se presentaba también como imprescindible el estallido del propio contexto en planos o capas a partir de lo que llamaba “incidentes técnicos” (ideologías subterraneas, técnicas diversas de dominio, etc.). La consecuencia de este trabajo no sería la generación de uno sino de múltiples significados. No el “poder” y sus instituciones deberían ser “develados” por el análisis crítico, sino los choques entre los múltiples “dialectos” hablados por un poder que, atravesando lo real en direcciones múltiples, producía en consecuencia asimismo restos, márgenes, residuos. La mención a los filósofos franceses deja ver claramente que la posición de Tafuri no era ajena al estado del debate a principios de los ochenta, fuertemente marcado por el llamado “giro lingüístico”. Es que, desde las formulaciones de Foucault, Habermas y Gertz, nadie podía escapar al problema fundamental que deviene del reconocimiento del rol del lenguaje como el elemento central en la constitución de lo social. Como lo sintetizara Elias Palti, “desde que el lenguaje dejó de ser concebido como un medio más o menos transparente para representar una realidad ‘objetiva’ externa al mismo, el foco de la producción historiográfica en su conjunto se desplazó decisivamente hacia los modos de producción, reproducción y transmisión de sentidos en los distintos períodos históricos y contextos culturales” 5.
El texto de Tafuri está marcado por este traumático reconocimiento de la separación arbitraria entre “palabras” y “cosas” que constituye, precisamente, el meollo teórico de la actividad crítica. Para algunos, como Arthur Danto, esa separación estaba implícita en el desarrollo mismo del arte moderno. Para Danto, “el modernismo marca un punto en el arte, antes del cual los pintores se dedicaban a la representación del mundo, pintando personas, paisajes, y eventos históricos tal como se les presentaban o hubieran presentado al ojo. Con el modernismo, las condiciones de representación se vuelven centrales, de aquí que el arte, en cierto sentido, se vuelve su propio tema” 6. En otras palabras: con el modernismo el arte se constituye en una reflexión crítica acerca de su propio sentido, reflexión que sólo puede adquirir, según Danto, su plena expansión en el plano mismo del discurso filosófico. Danto extrajo de esta afirmación una conclusión relativamente sencilla que le permitió celebrar las múltiples y relativamente despreocupadas expresiones del postmodernismo: a su juicio, mediante la separación radical entre “práctica artística” y “discurso filosófico” la historia del arte “se ha liberado a sí misma de una carga que podrá entregar a los filósofos. Entonces los artistas se libraron de la carga de la historia y fueron libres para hacer arte en cualquier sentido que desearan, con cualquier propósito que desearan, o sin ninguno”.
Tanto optimismo no ha sido compartido por otros autores, puesto que al tiempo que supone una “liberación” de los imperativos externos, la explicación de Danto deja a los artistas en un total aislamiento en la medida en que no parece que éstos debieran interesarse en ninguna función comunicativa explícita, o lo que es lo mismo, en ningún vínculo activo con la sociedad. En el campo de la Historia, el problema ha sido encarado por quienes, como Stanley Fisch, entienden que la producción de sentido no es una tarea individual del escritor. Para Fisch, “los significados y los textos producidos por una comunidad interpretativa no son subjetivos porque no provienen de un individuo aislado sino de un punto de vista convencional y público”. Palti sostiene que “retorizándola, Fisch salva, en definitiva, la idea dialógica, es decir la posibilidad de una comunicabilidad”. Pero mientras Fisch resuelve un problema, el de la comunicación teniendo en cuenta la relación entre obra (texto) y “comunidad interpretativa”, simultáneamente deja abierto otro, el del relativismo. Esto es: la existencia misma de “comunidad interpretativa” presupone la negación de un sistema o campo universal de interpretación, y con ello la posibilidad de traducción, o de transvasamiento de la argumentación mediante una lógica racional. En Metahistory, Hayden White había llevado al extremo esta conclusión acerca de una lógica literaria para la narración histórica. Para él, en la medida en que la documentación sólo da cuenta de los hechos analizados de manera fragmentada, la posibilidad de su articulación en algún sentido sólo podría basarse en una prefiguración no “objetiva”. De este modo, White diría que “a fin de concebir ‘lo que realmente ocurrió’ en el pasado, el historiador debe primero prefigurar el conjunto completo de los acontecimientos reportados en los documentos como un posible objeto de conocimiento. Este acto prefigurativo es poético en la medida en que es precognitivo y precrítico”. Por cierto que la idea de una “prefiguración poética” como “fundamento” del conocimiento no podía sino alarmar a los partidarios de una relación más consistente entre las palabras y la realidad. Es bien conocida la reacción de la comunidad científica norteamericana a este tipo de posiciones, la que tuvo una expresión ampliamente difundida primero mediante el episodio en torno al artículo “Transgressing the Boundaries” de Alan Sokal y más tarde a través de ¨Fashionable Nonsense. Postmodern intellectuals, abuse of science¨, el libro que Sokal escribiera junto con Jean Bricmont en el que ambos autores se propusieron demostrar la aparente debilidad científica de los principales referentes teóricos “postmodernistas”, sostenedores de “un más o menos explícito rechazo de las tradiciones racionalistas de la Ilustración, de discursos teóricos desconectados de textos empíricos, y de un relativismo cognitivo y cultural que entiende a la ciencia como nada más que una ‘narración’, un ‘mito’ o construcción social entre tantas otras”. Sokal y Bricmont demuelen desde su inconsistencia el uso metafórico de términos y la confusión consiguiente que parecen caracterizar a buena parte de los defensores del “giro lingüístico”, con lo que dejan aparentemente en buena paz a las tradiciones teóricas de las ciencias duras, pero en verdad no brindan demasiados argumentos para superar el problema en el campo de las humanidades y las artes.
Volviendo al texto de Tafuri, debe destacarse su esfuerzo de lidiar con la indeterminación y el relativismo implícitos en la separación radical de palabras y cosas a la hora de encarar los hechos de la arquitectura. Creo que su clave consiste en la idea de “productividad”, sujeta a la formulación que, apelando a un concepto freudiano, llama “representación delirante”, asimilándolo al marxista de abstracción determinada”. En relación con la primera, Tafuri discute al menos con la aplicación de dos líneas de pensamiento: la de Gadamer, aunque sin mencionarlo, y la de Barthes. Definida por Gadamer como “el arte de transmitir lo dicho en una lengua extraña a la comprensión del otro”, cuya finalidad es “revelar la extrañeza del espíritu extraño”, la hermenéutica es considerada por Tafuri como una tarea que no puede ser confundida con la crítica, precisamente debido al rol político de ésta, más allá del puro universo de la obra. Asimilando crítica e historia, Tafuri sostiene que ésta “no puede reducirse a una hermenéutica, puesto que no tiene como objetivo descubrir el “velo de Maya” de la verdad, sino que su propósito es más bien romper las barreras que ella misma se construye, para seguir adelante, para superarse”.
También un método crítico como el de Barthes (o Derrida, o Blanchot), cerrado sobre su objeto “puede atacar obras y textos, construir genealogías fascinantes, iluminar de modo hipnótico nudos históricos aplanados por lecturas facilistas. Pero deben negar la existencia de un espacio histórico”. Por ese motivo el único modo de lograr en un solo movimiento la afirmación de una deconstrucción del objeto y del propio proceso de deconstrucción reside en el impulso político que lleva al análisis, contaminándolo, a la búsqueda de un sentido más allá de sus bordes.
Así, Tafuri nos pone frente a una opción: “O siguiendo a Barthes y la nouvelle critique nos dispondremos a multiplicar las metáforas del texto arquitectónico, desdoblando y variando hasta el infinito las “valencias libres”, su específico ‘sistema de ambigüedades’; o recorreremos a factores externos a la obra, extraños a su construcción aparente”. Por eso, “en cuanto práctica social-práctica a socializar (...) la crítica histórica debe saber jugar sobre el filo de la navaja que hace de límite entre el distanciamiento y la participación”. De manera que: “Quien no quiera mitificar el espacio de la ‘teoría’ se encuentra hoy frente a un problema irresuelto: la socialización y la productividad del espacio histórico” la crítica histórica se ve obligada a entrar en una lucha que pone en duda su propio sentido”. Tafuri formula aquí una posición que de algún modo se asemeja a la planteada por Habermas. Para el filósofo alemán uno de los problemas a resolver por la crítica y por los artistas modernos es el de la constante nostalgia de la recuperación de una unión entre arte y vida, tanto más cuando intentada unilateralmente desde una de las esferas de la actividad humana que la modernidad, por definición, ha instalado definitivamente de forma separada.
Lo importante para nosotros es que, si bien Habermas reconoce esta separación, admite asimismo que las distintas esferas de la actividad humana se unen en la experiencia real de la existencia, en la vida cotidiana de los hombres. Aludiendo a lo que llama “la reapropiación de la cultura de los expertos desde el punto de vista de la vida”, Habermas sostiene que “en la medida en que la (experiencia estética) es utilizada para iluminar una situación de vida y se relaciona con sus problemas, entra en un juego de lenguaje que ya no es el del crítico. Así la experiencia estética no sólo re n u e va la interpretación de las necesidades a cuya luz percibimos el mundo, sino que penetra todas nuestras significaciones cognitivas y nuestras esperanzas normativas cambiando el modo en que todos estos momentos se refieren entre sí”. Creo que Tafuri avanzó en esta dirección, pero reincorporando esta posibilidad en el campo de la “cultura de los expertos” como clave de seguridad de la propia actividad de la crítica frente al “autismo” derivado del “giro lingüístico”. El ámbito de las “situaciones de vida” aludidas por Habermas es, a mi juicio, lo que Tafuri llama “espacio histórico”, un espacio de existencia transitoria y de condiciones inmanentes.
Es en ese “espacio histórico” donde las “abstracciones determinadas” o “representaciones delirantes”, no menos transitorias, tienen una acción de transformación. “Suturando la ‘incomodidad de la civilización’, –afirma Tafuri– (las representaciones delirantes) permiten la supervivencia de la misma civilización. Pero, también advierte que, como diques que contienen a fuerzas en ebullición, ellas actúan como bloqueos si no son rápidamente desactivadas”. A este punto podemos afirmar, sintéticamente, que para un pensamiento con vocación transformadora que no esté dispuesto a abandonar la condición dialógica de la razón, lo que evita el relativismo del análisis es la responsabilidad política de la crítica en el sostenimiento de la función liberadora que aún anida en el arte y la arquitectura modernos. Aunque en el caso particular de la arquitectura habría que agregar de esa liberación no debería reducirse a los aspectos lingüísticos. Tratándose de una práctica con finalidades determinadas, la arquitectura como parte de procesos productivos debe además ser evaluada en función de su voluntad y capacidad, no menos liberadoras, de contribuir a solucionar los gigantescos problemas que limitan el pleno disfrute de la vida de la mayor parte de los seres humanos.
Cabe entonces retomar el tema que expuse al comienzo de esta presentación: la relación entre crítica periodística y crítica especializada. Por lo dicho hasta aquí considero que, más allá de las diferencias de modalidades discursivas y de la diferente densidad argumental, no se trata de dos ámbitos separados. A mi juicio sólo una crítica especializada que sea conciente de su función política –y por lo tanto de la necesidad de ocupar un lugar en la esfera pública– podrá alcanzar su expresión más intensa, y viceversa, sólo una crítica periodística que acepte como fundamento un trabajo analítico radical realizado con los medios más sofisticados, podrá eludir la empobrecida y sofocante atmósfera del mundo “administrado”.
Quisiera, para finalizar, referirme a la situación de la crítica en la Argentina y en la medida de mis conocimientos, en el Cono Sur de América Latina. Y debo decir que no me parece demasiado auspiciosa. Y no lo es ni en el campo de la creación de opinión pública, ni en el de la especialidad profesional. Por un lado, la crítica periodística es ejercida con escasa responsabilidad, apelando con mayor frecuencia a la descripción insulsa o a la alabanza fácil que al ponderado juicio de valor. Rara vez, inclusive, esta crítica se rige siquiera por los sencillos (pero en cierto modo arriesgados) criterios que Raman y Coyne llaman “performance evaluation”, esto es: valoración de la obra analizada según criterios de eficiencia, economía, respuesta al propósito y sustentabilidad.
Por otro, el ejercicio analítico especializado se reduce a algunos casos aislados. Lo que no significa que este último ámbito haya estado desierto. Por el contrario, dejados atrás los años de una crítica en la que las palabras suponían una relación transparente con las cosas que imaginaban designar, en la región se hizo hegemónico una modalidad de análisis que, embanderada en torno a la idea de la “otredad” de la “arquitectura latinoamericana”, estableció su modelo de referencia basado en la sencilla ecuación adentro/afuera.
Especialmente desde los años ochenta y en consonancia con otras zonas del subcontinente, esa modalidad ha logrado, inclusive, establecer una fuerte articulación con la praxis de la profesión. Para esta crítica el “afuera” y el “adentro” se distinguían por rasgos trascendentes. En lo “propio” están las raíces inefables de todo valor positivo, mientras que lo “ajeno” es la expresión y causa de los males. Sin embargo, paradójicamente, sus posiciones fueron coincidentes con las de quienes, desde “afuera” formulaban ideas como las de las mencionadas “comunidades interpretativa s”, abriendo con esto el camino al relativismo cultural que permite incluir lo “diferente” al costo de bloquear sus posibilidades dialógicas. En el campo de la arquitectura esta paradójica coincidencia entre los irreductibles partidarios del “a d e n t ro” y los representantes más conspicuos del “afuera”, es claramente observable en diversos fenómenos como el del éxito de la fórmula del “regionalismo crítico” coincidente, especialmente en ámbito sudamericano, con la contraparte de la “modernidad apropiada”. Formuladas más o menos simultáneamente, la primera por un crítico inglés radicado en los Estados Unidos y la segunda por un crítico chileno, se trata de dos denominaciones de un mismo tema, esto es: la necesaria existencia de un canon sustantivo y de unas producciones derivadas y por ello adjetivas. En realidad ambas posiciones críticas se basan en un mismo presupuesto: el de la homogeneidad de la identidad, tanto de los campos culturales externo e interno, como de la propia “arquitectura moderna”. Sólo la presunción de que habría una “m o d e r n i d a d” arquitectónica unívoca y claramente determinada podía permitir la postulación de una “modernidad otra”. En sentido contrario, basta con entender que la “modernidad” es representada ab-initio y en todas partes por distintas fórmulas modernistas, como para concluir que carece de sentido hablar de modernismos canónicos, y en consecuencia que no es menos inconsistente imaginarlos subordinados o “diferentes”. Igual razonamiento puede aplicarse a la fórmula del “regionalismo crítico”, para el que habría una historia de la arquitectura moderna tout-court, que luego de haber nacido y crecido, pura y autónoma, en algunos países noratlánticos, habría sido declinada fuera de esos países, consiguiendo en los mejores casos una valiosa fusión de las fórmulas presuntamente originales con el espíritu del lugar. A la arquitectura realizada en los países periféricos les queda, de este modo, el consuelo de entrar a la “gran narración” euro norteamericana merced a la comprensiva y solidaria inclusión de capítulos “especiales” que por su misma condición la confinan a la condición de la “otre d a d”. El culto de la “otredad” ha obtenido en la academia norteamericana un lugar de privilegio merced a la difusión de los llamados “estudios postcoloniales”. Terry Eagelton ha asociado esta característica típicamente “postmodernista” con una reacción de la izquierda intelectual frente a la masiva instalación de un fuerte clima conservador y al aparente “fin de la historia” consecuencia del proceso de globalización. Para Eagelton “si el sistema es considerado todo poderoso, –una visión que pasa por alto que es a la vez formidablemente pleno de recursos y espectacularmente fracasado– entonces las fuerzas de oposición pueden solamente ser buscadas fuera de él”. Imaginado como reaccionarían los representantes de una cultura que se sintiera de ese modo encerrada Eagelton describe lo que realmente ha ocurrido en los años recientes: “Algunos, podemos predecir, asumirían que el sistema dominante era totalmente negativo –que nada dentro de esta inigualada no-contradictoria totalidad podría por definición ser de valor– desplazándose de allí para idealizar algún nouménico Otro. Este culto debería sin duda asociarse a una auto-laceración culposa por parte de algunos vástagos del primer mundo que ansiarían ser justos con todo el mundo salvo con ellos mismos. Uno podría prever un enorme surgimiento de interés por lo ajeno, lo desviado, lo exótico, lo inincorporable”.
Así pues, quienes han defendido y siguen defendiendo el modelo nacional populista afuera/adentro antes mencionado celebran su condición “otra” sin percibir dos detalles: uno, que aceptar esa condición supone declararse imposibilitados de explorar y discutir el mundo que nos rodea sin ninguna restricción de objetivo ni de método: dos, que el modelo no es más que la inversión sólo aparente de la narración euronorteamericana. Y digo sólo aparente, porque en rigor mantiene en pié los mismos valores. Los cultores de la “diferencia” y lo “propio” gustan de emplear el conocido mapa de América dibujado por Joaquín Torres García con el Sur hacia arriba y el Norte hacia abajo.
Lo que el mapa tiene en común en las dos posiciones es la idea de que sería mejor estar arriba que abajo. Pero ¿quién está en condiciones de sostener que el arriba sea mejor que el abajo? No hay valores de este tipo en el espacio y en todo caso, si se tratara de jugar metafóricamente con el dibujo ¿no sería más apropiado a una noción igualitaria el dibujo de un mapa horizontal? A aquellos que se inquietan por encontrar una crítica de la arquitectura contemporánea latinoamericana sugiero pensar que mucho más apropiado me parece apuntar a una crítica latinoamericana de la arquitectura contemporánea. Esto es, a una crítica de las ideas y las obras que actualmente se producen en todo el mundo, realizada por quienes por definición optamos un punto de vista permeado por la realidad del subcontinente. Basta observar el grado de frivolidad y la alegre y provinciana celebración de sus propias abundancias, o la cínica aproximación utilitaria hacia las dinámicas urbanas más miserables dominante hoy en el panorama de la industria internacional de la información, como para reconocer que, teniendo que convivir cotidianamente con las carencias materiales y espirituales de nuestros propios pueblos, con las distorsiones de nuestros procesos de desarrollo científico y tecnológico, y con las debilitadas estructuras de producción cultural, como para concluir que una crítica que se proponga desde este punto de vista evaluar las experiencias y los debates contemporáneos, en nuestros países y en el mundo, tiene un rol no sólo plenamente justificado sino, mucho más, imprescindible.
Notas:
1. SZÁNTÓ, András; FREDERICKSEN, Eric; RINALDI, Ray, The Architecture Critic. A survey of newspaper Architecture critics in America, National Arts Journalism Program, Columbia University, New York, 2001.
2. Ibidem.
3. EAGLETON, Terry, The function of criticism, Londres, 1996. (Traducción al castellano: La función de la crítica, Barcelona, Paidós, 1999, p. 68).
4. TAFURI, Manfredo, “Introduzione. Il ‘progetto’ storico”, en La Sfera e il labirinto, Roma, 1983, p. 3.
5. PALTI, Elías José, “Giro lingüístico e historia intelectual”, en Giro lingüístico e historia intelectual, Buenos Aires, 1998, p. 20.
6. DANTO, Arthur, After the end of Art, Washington, 1997.