Por Armando Arteaga
Una lectura atenta de las imágenes urbanas que nos agreden al realizar un paseo de ida y vuelta por el Jirón de la Unión puede llevarnos de inmediato a pensar en lo huachafo que todavía resulta el background callejero de los peruanos. Lo huachafo nos viene desde el perricholismo limeño -del mediocre mundo urbano de la Lima cuadrada de antaño- y de los comienzos titubeantes de la República, por la inseguridad que heredamos del pasado colonial. Lo huachafo se nos presenta a manera de costumbrismo criollo y, a mi entender, lo que mejor encarna este "poster" perdido de la insípida forma de vida de aquel entonces, son los personajes teatrales de Manuel Ascencio Segura y Felipe Pardo; y más tarde, en la contemporaneidad, son las creaturas de Sebastián Salazar Bondy y Alfredo Bryce Echenique. Los niños Goyitos y los Juan Lucas abundan por docenas. A comienzos del siglo xx. los tranvías invadieron Lima cuadrada, atravesándola e imprimiéndole el vértigo de la velocidad que se hizo presente en el rumbo de la rutina y la cotidianeidad de los limeños. Los tiempos del Palais Concert, abundantes en delirios y paraísos perdidos, nos fueron dejando una ciudad que como un garabato indefinido fue creciendo desordenadamente. Otros barrios empiezan a sobresalir y a denotar atractivos diferentes a los del Cercado y expresan esta expansión urbana que casi en nada se diferencia de los tiempos de la Colonia cuando los barrios de indios y mulatos fueron segregados especialmente y ubicados en la periferia del perímetro urbano de Lima, como hasta hoy son marginados los pueblos jóvenes del cono norte y sur. La falta de una ubicación estratégica que ordene el desorden urbano empieza con la primera década del siglo y es hoy uno de los defectos urbanos más saltantes, como la nariz pinocha en el rostro bello de una muchacha, como una cicatriz que jamás se cerrará. Por eso resulta divertido recordar cómo Ana María Chagra, mi amiga argentina, para referirse al Barrio Chino -la calle Capón, Chinatown- lo llamase como la calle de los chifas, trasuntando el significante de la funcionalidad de la calle (los que se ubican en Lima por primera vez interpretan la ciudad por sus contenidos, puesto que es la lectura más inmediata que presenta la morfología urbana de nuestra ciudad). Lima se ha ido diversificando, caotizando y vulgarizándose: pero siempre mirando hacia el pasado nostálgicamente. Es a partir de los años treinta en que la influencia del American Way Life nos viene a problematizar las relaciones urbanas y el uso del espacio arquitectónico, distorsionándolas e imponiendo "estilos" diferentes y modernos en las fachadas de las casas y los edificios, como cantos de sirenas a la modernidad, como soneto barato al concreto y el vidrio. A este malestar un poeta maldito y surrealista, Cesar Moro, va a llamar a nuestra ciudad: Lima la horrible, y de cuya época impregnada de “extraviada nostalgia” Sebastián Salazar Bondy nos ha dejado una excelente pintura literaria al analizar el mito de la “Arcadia Colonial” que prevalece en nuestra su ciudad, en su homónimo ensayo de once capítulos: Lima la horrible. Así el Jirón de la Unión se fue llenando de fenicios y mercaderes que le fueron imprimiendo un aire del Lejano Oeste, como escenografía improvisada -no por algo en algunas páginas de Los Geniecillos Dominicales de Julio Ramón Ribeyro, se dice que el Jirón bien podría servir para filmar un “western” de mala muerte-. Pero el Jirón de la Unión, a su manera, ha seguido siendo una síntesis del Perú, a pesar del rigor de las nuevas modificaciones espaciales que ha sufrido Lima en las últimas dos décadas: el by-pass, el Centro Comercial Camino Real, sólo para citar dos casos. La metáfora no ha podido ser abolida. Pienso que un paseo por el Jirón es verdaderamente una exquisitez para los ojos atentos de los turistas: avisos de neón en inglés, francés, italiano, quechua, y muy pocos en castellano. Algunos llevan nombres de mujeres como Vannessa, Jossy, y existe una tienda de chucherías -que no sé si es por esa vocación que tienen ciertos peruanos de andar siempre en la joda- que lleva el sugestivo nombre de: Él Pequeño Sendero. El Jirón es una abreviatura del nuevo Perú cosmopolita. El feo enlosetado que nos ha regalado el alcalde Orrego, las bancas, las farolas, los municipales, todo se bifurca errátil entre el Jirón y el transeúnte advenedizo. Existen lecturas para freudianos y lacanianos: los basureros azules de plástico son todo un monumento al priapo, que ya mi tía Teresa puede irse muriendo de risa si se diera cuenta de la pornografía arquitectónica que se exhibe en el Jirón, y que también tiene alucinada a una reverente amiga, estudiante de psicología. Los avisos publicitarios de las tiendas en nada armonizan con las fachadas, y ahora tenemos otros elementos que vienen del mundo de la cocina y traspuestos a las calles: helados, churros, salchipapas, todo al paso...; que si el joven Valdelomar volviese a realizar el recorrido matinal sabría que no se equivocó: lo grotesco se impone en el mundo, y el Jirón no es la excepción. Pero hay algo encantador, las limeñas han decidido imponer la minifalda, el short, este verano, dándole razón omnisciente al tiempo, mostrando toda una coquetería que no sé por qué me parece que en nada se diferencia a la coquetería de las tapadas, a pesar de la exhibición del cuerpo bronceado de algunas muchachas que han decidido no sólo exhibir nalgas, ojos, semblante rogué, aire punk, y parloteo literario; pero por la candidez y el dúplice de la imagen, creo que la mujer peruana del Jirón todavía no ha descubierto que el cuerpo también es un lenguaje y una arquitectura. (Publicado en El Observador, 03/04/83)
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