Thursday, January 31, 2008

EL JIRÒN DE LA UNIÒN: NALGAS Y PRIAPOS BASUREROS/ ARMANDO ARTEAGA

EL JIRÒN DE LA UNIÒN: NALGAS Y PRIAPOS BASUREROS
Por Armando Arteaga
Una lectura atenta de las imágenes urbanas que nos agreden al realizar un paseo de ida y vuelta por el Ji­rón de la Unión puede llevarnos de inmediato a pensar en lo huachafo que todavía resulta el background callejero de los pe­ruanos. Lo huachafo nos viene desde el perricholismo limeño -del mediocre mundo urbano de la Lima cuadrada de antaño- y de los comienzos titubeantes de la República, por la inseguridad que heredamos del pasado colo­nial. Lo huachafo se nos presenta a manera de costumbrismo criollo y, a mi entender, lo que mejor encarna este "poster" perdido de la insípida forma de vida de aquel entonces, son los persona­jes teatrales de Manuel Ascencio Segura y Felipe Pardo; y más tarde, en la contemporaneidad, son las creaturas de Sebastián Salazar Bondy y Alfredo Bryce Echenique. Los niños Goyitos y los Juan Lucas abundan por do­cenas. A comienzos del siglo xx. los tran­vías invadieron Lima cuadrada, atravesándola e imprimiéndole el vértigo de la velocidad que se hi­zo presente en el rumbo de la ru­tina y la cotidianeidad de los li­meños. Los tiempos del Palais Concert, abundantes en delirios y paraísos perdidos, nos fueron de­jando una ciudad que como un garabato indefinido fue creciendo desordenadamente. Otros barrios empiezan a sobresalir y a denotar atractivos diferentes a los del Cercado y expresan esta expan­sión urbana que casi en nada se diferencia de los tiempos de la Colonia cuando los barrios de in­dios y mulatos fueron segregados especialmente y ubicados en la periferia del perímetro urbano de Lima, como hasta hoy son marginados los pueblos jóvenes del co­no norte y sur. La falta de una ubicación estratégica que ordene el desorden urbano empieza con la primera década del siglo y es hoy uno de los defectos urbanos más saltantes, como la nariz pinocha en el rostro bello de una muchacha, como una cicatriz que jamás se cerrará. Por eso resulta divertido recordar cómo Ana María Cha­gra, mi amiga argentina, para re­ferirse al Barrio Chino -la calle Capón, Chinatown- lo llamase como la calle de los chifas, tra­suntando el significante de la funcionalidad de la calle (los que se ubican en Lima por primera vez interpretan la ciudad por sus contenidos, puesto que es la lectura más inmediata que presenta la morfología urbana de nuestra ciudad). Lima se ha ido diversi­ficando, caotizando y vulgarizán­dose: pero siempre mirando ha­cia el pasado nostálgicamente. Es a partir de los años treinta en que la influencia del American Way Life nos viene a problematizar las relaciones urbanas y el uso del espacio arquitectónico, distorsionándolas e imponiendo "estilos" diferentes y modernos en las fachadas de las casas y los edificios, como cantos de sire­nas a la modernidad, como so­neto barato al concreto y el vi­drio. A este malestar un poeta maldito y surrealista, Cesar Mo­ro, va a llamar a nuestra ciudad: Lima la horrible, y de cuya época impregnada de “extraviada nostalgia” Sebastián Salazar Bondy nos ha dejado una excelente pin­tura literaria al analizar el mito de la “Arcadia Colonial” que prevalece en nuestra su ciudad, en su homónimo ensayo de once capítulos: Lima la horrible. Así el Jirón de la Unión se fue llenando de fenicios y mercaderes que le fueron imprimiendo un ai­re del Lejano Oeste, como esceno­grafía improvisada -no por algo en algunas páginas de Los Geniecillos Dominicales de Julio Ra­món Ribeyro, se dice que el Jirón bien podría servir para filmar un “western” de mala muerte-. Pero el Jirón de la Unión, a su manera, ha seguido siendo una síntesis del Perú, a pesar del rigor de las nue­vas modificaciones espaciales que ha sufrido Lima en las últimas dos décadas: el by-pass, el Centro Comercial Camino Real, sólo pa­ra citar dos casos. La metáfora no ha podido ser abolida. Pienso que un paseo por el Jirón es verdaderamente una ex­quisitez para los ojos atentos de los turistas: avisos de neón en in­glés, francés, italiano, quechua, y muy pocos en castellano. Algu­nos llevan nombres de mujeres como Vannessa, Jossy, y existe una tienda de chucherías -que no sé si es por esa vocación que tienen ciertos peruanos de andar siempre en la joda- que lleva el sugestivo nombre de: Él Pequeño Sendero. El Jirón es una abrevia­tura del nuevo Perú cosmopolita. El feo enlosetado que nos ha re­galado el alcalde Orrego, las ban­cas, las farolas, los municipales, todo se bifurca errátil entre el Jirón y el transeúnte advenedizo. Existen lecturas para freudianos y lacanianos: los ba­sureros azules de plástico son to­do un monumento al priapo, que ya mi tía Teresa puede irse mu­riendo de risa si se diera cuenta de la pornografía arquitectónica que se exhibe en el Jirón, y que tam­bién tiene alucinada a una reverente amiga, estudiante de psicología. Los avisos publicitarios de las tiendas en nada armonizan con las fachadas, y ahora tenemos otros elementos que vienen del mundo de la cocina y traspuestos a las calles: helados, churros, salchipapas, todo al paso...; que si el joven Valdelomar volviese a re­alizar el recorrido matinal sabría que no se equivocó: lo grotesco se impone en el mundo, y el Jirón no es la excepción. Pero hay algo encantador, las limeñas han deci­dido imponer la minifalda, el short, este verano, dándole razón omnisciente al tiempo, mostran­do toda una coquetería que no sé por qué me parece que en nada se diferencia a la coquetería de las tapadas, a pesar de la exhibición del cuerpo bronceado de algunas muchachas que han decidido no sólo exhibir nalgas, ojos, semblante rogué, aire punk, y parloteo literario; pero por la candidez y el dúplice de la imagen, creo que la mujer peruana del Jirón toda­vía no ha descubierto que el cuer­po también es un lenguaje y una arquitectura. (Publicado en El Observador, 03/04/83)

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