La forma urbana y la memoria
Por Frederick Cooper
Las ciudades tienen forma. Aunque el origen de la forma urbana se remonte a la primitiva necesidad del ser humano de agruparse para dotarse de mejores condiciones de seguridad, o para forjarse una mayor disponibilidad laboral en el lento y azaroso proceso de domesticar al medio ambiente productivo, al igual que todas las demás las expresiones artísticas, finalmente la gestación de un orden formal responde a factores religiosos o políticos, fundamentos que a medida que el orden social va requiriendo de un entorno artificial que le permita afirmar el poder o la administración del culto, se va traduciendo en formas espaciales y volumétricas –en otras palabras en arquitecturas– que van hilvanándose orgánicamente para ir urdiendo aquella relación dialéctica que al fin y al cabo constituye el sustento de toda noción de orden, fruto del equilibrio entre el poder y el pueblo, fundamento de toda civilización.
Esta digresión, que puede parecer arcaica, sigue siendo vigente respecto al fundamento de la ciudad moderna. Aunque por cierto en la urbe contemporánea el sentido del poder y de ciudadanía no sólo difiere del que ha ido experimentándose a través de la historia, si no se manifiesta en condiciones sumamente disímiles en términos materiales y culturales, respecto a los fundamentos democráticos y productivos que identifican a la civilización de nuestro tiempo, la noción de ciudad conlleva igualmente, en última instancia, un sentido formal ineludible.
Esta dimensión sustancial del fenómeno urbano ha devenido en nuestro tiempo más incierta y borrosa debido a la naturaleza misma del sustento que le exige el ejercicio de la cultura democrática, que en la medida que requiere traducir la voluntad popular en mecanismos gubernamentales que suministren aquel orden que le permita cohabitar equilibradamente, está llamado a proveer formas urbanas cuya formalidad transmita esos valores. La aceleración impuesta al desarrollo tecnológico iniciado el siglo precedente a consecuencia del advenimiento, primero del transporte ferroviario, luego del automóvil y finalmente del ordenador, ha suscitado un proceso masivo y global de urbanización, que aparentemente estaría liquidando aquel sentido formal consustancial a la factura urbana.
No obstante la evidencia aparentemente apabullante de un desborde urbanístico que parece relegar al desván de un anacronismo terminal el sentido de jerarquía formal como uno de los sustentos esenciales del equilibrio urbano, nunca antes se ha escrito ni debatido tanto como ahora la importancia de la factura urbana como una contingencia formal que es preciso lograr para dotar a las ciudadanías de ámbitos sociales en los que el individuo o los grupos humanos puedan habitar en forma estimulante y confortable. Esta contradicción es también consecuencia de una aceleración que ha atropellado el tiempo indispensable para que aquellos componentes consustanciales a la urdimbre de una factura social armoniosa y significativa, puedan articularse y cuajar satisfactoriamente.
El incremento explosivo de la demografía y las tensiones migratorias producidas como consecuencia del desequilibrio socioeconómico instaurado –grosso modo– entre el hemisferio norte y el sur, asociados a la intensa expansión de la informática como un instrumento devenido fácilmente accesible a la mayoría de la humanidad, han perturbado el tiempo de asimilación de la memoria como un componente natural de la evolución urbana, impidiendo una evolución pausada y conducida por una lectura inteligente y armoniosa de una eclosión urbana de una aceleración, complejidad y escala sorpresivas.
El urbanismo actual no puede escamotear tener que afrontar traducir en formas trascendentes la amalgama de tecnología y de memoria que siempre ha incubado la evolución de la ciudad a través de la historia. Este imperativo no puede ser disuelto en el magma hipnótico del fascinante advenimiento de unas innovaciones incapaces de asumir por sí mismas la tarea de dar forma a la ciudad de cualquier tiempo, al fin y al cabo la encarnación más acabada y admirable de la ordenada inserción del hombre en la realidad de su longevidad genética y en la de la naturaleza.
Forma urbana: Ovetum
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