MICHEL FOUCAULT - El lenguaje del
espacio
Michel Foucalt
Durante
siglos, escribir se ha supeditado al tiempo. El relato (real o ficticio) no era
la única forma de esta pertenencia, ni la más próxima de lo esencial; incluso
es probable que él haya ocultado la profundidad y la ley en el movimiento que
parecía manifestarlo mejor. A tal punto que liberándolo del relato, de su orden
lineal, del gran juego sintáctico de la concordancia de los tiempos, se creyó
que se exoneraba el acto de escribir de su vieja obediencia temporal. En
efecto, el rigor del tiempo no se ejercía sobre la escritura por el sesgo de lo
que escribía, sino en su espesor mismo, en lo que constituía su ser singular,
ese incorporal. Dirigiéndose o no al pasado, sometiéndose al orden de las
cronologías o dedicándose a desanudarlo, la escritura estaba presa en una curva
fundamental que era la del regreso homérico, pero también la del cumplimiento
de las profecías judías. Alejandría, que es nuestro lugar de nacimiento, había
prescrito ese círculo a todo el lenguaje occidental; escribir era regresar, era
volver al origen, recobrar el primer momento; era estar de nuevo en la mañana.
Por ello, la función mítica de la literatura hasta nuestros días; su relación
con lo antiguo; el privilegio que concedió a la analogía, así como también, a
todas las maravillas de la identidad. Como consecuencia una estructura de
repetición que designaba su ser.
El siglo
xx es quizás la época en la que se desanudan tales parentescos. El retorno
nietzscheano clausuró de una vez la curva de la memoria platónica, y Joyce
cerró la del relato homérico. Lo que no nos condena al espacio como a la única
posibilidad, durante mucho tiempo descuidada, sino que revela que el lenguaje
es (o quizás ha llegado a ser) asunto de espacio. Que lo describa o lo recorra
no es tampoco el asunto esencial. Y si el espacio es en el lenguaje de hoy la
más obsesiva de las metáforas no es porque él ofrezca de aquí en adelante el
único recurso sino porque es en el espacio donde el lenguaje se despliega desde
el comienzo del juego, se resbala sobre sí mismo, determina sus escogencias,
dibuja sus figuras y sus traslaciones. Es en él donde se transporta, donde su
ser se “metaforiza”.
El
desvío, la distancia, el intermediario, la dispersión, la fractura, la
diferencia no son los temas de la literatura de hoy sino aquello en lo que el
lenguaje nos es dado ahora y viene hasta nosotros: lo que hace que él hable.
Estas dimensiones no las ha extraído de las cosas para restituir en sí el análogo
y algo así como el modelo verbal. Ellas son comunes a las cosas y a él mismo;
el punto ciego de donde nos vienen las cosas y las palabras en el momento en
que ellas van a su punto de encuentro. Esta «curva» paradójica, tan diferente
del regreso homérico o del cumplimiento de la Promesa, es sin duda por el
momento lo impensable de la Literatura. Es decir, lo que la hace posible en los
textos donde podemos leerla en la actualidad.
* * *
La
víspera de Roger Laporte se mantiene lo más cerca posible de esta “región” a la
vez pálida y temible. Allí es designada como una prueba: peligro y riesgo,
abertura que instaura pero que permanece abierta, próxima y alejada. Lo que
impone así su inminencia, pero inmediata y desviándose así, no es de ninguna
manera el lenguaje, sino un sujeto neutro, “él”, sin rostro, por el cual todo
lenguaje es posible. Escribir no es algo posible más que si él no se retira al
absoluto de la distancia; pero escribir se hace imposible cuando él se hace
amenazante con todo el peso de su extrema proximidad. En este desvío lleno de
peligros, no puede haber (como tampoco en el Empédocles de Hölderlin) ni Medio,
ni Ley, ni Medida. Pues sólo es dada la distancia y la vigilia que abre los
ojos sobre el día que aún no está allí. De un modo luminoso, y absolutamente
reservado, este él dice la medida desmesurada de la distancia en vela donde
habla el lenguaje. La experiencia relatada por Laporte como el pasado de una
prueba es la misma donde se da el lenguaje que la relata; es el pliegue donde
el lenguaje redobla la distancia vacía de donde él nos viene y se separa de sí
en la proximidad de esa distancia en la cual le corresponde, y sólo a él,
vigilar.
En este
sentido, la obra de Laporte, próxima de Blanchot, piensa lo impensado de la
Literatura y se aproxima a su ser por la transparencia de un lenguaje que no
busca tanto el juntársele como el acogerlo.
* * *
Novela
adámica, El proceso-verbal es una vigilia también pero a plena luz del
mediodía. Extendido en la “diagonal del cielo”, Adam Pollo está en el punto
donde las caras del tiempo se repliegan la una sobre la otra. Quizás al
comienzo de la novela él es un prófugo de esa prisión donde será encerrado al
final; quizás venga del hospital donde él reencuentra en las en últimas paginas
la concha de nácar, de pintura blanca y de metal. Y la anciana mujer sin
aliento que sube hacia él, con la tierra entera como aureola alrededor de la
cabeza es sin duda, en el discurso de la locura, la muchacha joven que al
comienzo del texto ha escalado hasta su casa abandonada. Y en este repliegue
del tiempo nace un espacio vacío, una distancia no nombrada aún donde se
precipita el lenguaje. En la cima de esa distancia que es pendiente, Adam Pollo
es como Zarathustra: desciende hacia el mundo, el mar, la ciudad. Y cuando sube
hasta su antro, no serán ya el águila y la serpiente, inseparables enemigos,
círculo solar, los que lo esperan; será la sucia rata blanca que él destroza a
cuchilladas y que manda a podrirse en un sol de espinas. Adam Pollo es un
profeta en un sentido singular; no anuncia el Tiempo; habla de esa distancia
que lo separa del mundo (del mundo que “le ha salido de la cabeza a fuerza de
mirarlo”), y, por el flotamiento de su discurso demente, el mundo refluirá
hasta él, como un gran pez que remonta la corriente, se lo tragará y lo
mantendrá encerrado por tiempo indefinido e inmóvil en la pieza cuadriculada de
un asilo. Encerrado sobre sí mismo, el tiempo se reparte ahora sobre este
tablero de barrotes y de sol. Parrilla que es quizás la reja del lenguaje.
* * *
M.F. & J.P. Sartre
La obra
entera de Claude Ollier es una investigación del espacio común al lenguaje y a
las cosas; en apariencia, ejercicio para ajustar a espacios complejos de los
paisajes y de las ciudades largas frases pacientes, deshechas, retomadas y
retorcidas en los movimientos incluso de una mirada o de una marcha. A decir
verdad, la primera novela de Ollier, La puesta en escena, revelaba ya entre el
lenguaje y espacio una relación más profunda que la de una descripción o de un
relevo; en el círculo dejado en blanco de una región no cartografiado, el
relato había hecho nacer un espacio preciso, poblado, sitiado de
acontecimientos donde aquél que los describía (haciéndolos nacer) se encontraba
comprometido y como perdido; pues el narrador había tenido un “doble” que en
ese mismo lugar inexistente hasta él, había sido asesinado por un
encadenamiento de hechos idénticos a aquellos que se tramaban en torno a él;
aunque este espacio nunca antes descrito no era nombrado, relatado, recorrido
paso a paso sino al precio de un redoblamiento asesino; el espacio accedía al
lenguaje por un “tartamudeo” que abolía el tiempo. El espacio y el lenguaje
nacían juntos en el Mantenimiento del orden, de una oscilación entre una mirada
que se veía vigilada y una doble mirada obstinada y muda que lo vigilaba y era
sorprendido el vigilante por un juego constante de retrovisión.
* * *
Verano
indio obedece a una estructura octogonal. El eje de las abscisas es el vehículo
que con la punta de su trompa corta en dos la extensión de un paisaje, es el
paseo a pie o en auto por la ciudad; son los tranvías o los trenes. Por la
vertical de las ordenadas está la subida por el flanco de la pirámide, el
ascensor en el rascacielo, el belvedere que domina toda la ciudad. Y en el
espacio abierto por esas perpendiculares, todos los movimientos compuestos se
despliegan: la mirada que gira, aquella que cae sobre la extensión de la ciudad
como sobre un plano; la curva del tren aéreo que se lanza por encima de la
bahía y luego vuelve a descender hacia los suburbios. Pero además algunos de
estos movimientos son prolongados, repercutidos, trasladados o fijados en
fotos, en vistas fijas, fragmentos de películas. Pero todos son desdoblados por
el ojo que los sigue, los relata o él mismo los realiza. Pues esta mirada no es
neutra; da la impresión de dejar las cosas allí donde están; de hecho les
“quita una parte”, desprendiéndolas virtualmente de sí mismas en su espesor,
para hacerlas entrar en la composición de una película que no existe todavía y
para la cual ni siquiera se ha escogido el guión. Son estas “vistas” no
decididas pero “para escoger” las que, entre las cosas que ya no existen y la
película que no existe aún, forman con el lenguaje la trama del libro.
* * *
En este
nuevo lugar, lo que es percibido abandona su consistencia, se desprende de sí,
flota en el espacio y según combinaciones improbables, gana la mirada que los
desprende y los anuda, aunque penetre en ellas, se desliza en esa extraña
distancia impalpable que separa y une su lugar de nacimiento con su pantalla
final. Metido en el avión que lo lleva hacia la realidad de la película (los
productores y los autores), como si hubiera entrado en ese delgado espacio, el
narrador desaparece con él, con la frágil distancia instaurada por su mirada:
el avión cae en una ciénaga que se cierra sobre todas esas cosas vistas en ese
espacio “al que se le ha quitado una parte”, dejando por encima de la perfecta
superficie ahora en calma sólo flores rojas “no sometidas a ninguna mirada”, y
este texto que leemos, lenguaje flotante de un espacio que se engulle con su
demiurgo, pero que sigue presente aún y para siempre en todas esas palabras que
ya no tienen voz para ser pronunciadas.
* * *
Este es
el poder del lenguaje: él, que está tejido de espacio, lo suscita, se lo da
como abertura originaria y le quita una parte para retomarla en sí. Pero de
nuevo él está dedicado al espacio: ¿dónde pues podría flotar y posarse sino en
este lugar que es la página, con sus líneas y superficie, sino en este volumen
que es el libro? Michel Butor en muchas ocasiones ha formulado las leyes y las
paradojas de este espacio tan visible que el lenguaje cubre de ordinario sin
manifestarlo. La descripción de San Marcos no busca restituir en el lenguaje el
modelo arquitectural de lo que la mirada puede recorrer. Sino que ella utiliza
sistemáticamente y por su propia cuenta todos los espacios de lenguaje que son
conexos al edificio de piedra: espacios anteriores que éste restituye (los
textos sagrados ilustrados por los frescos), espacios inmediata y materialmente
superpuestos a las superficies pintadas (las inscripciones y leyendas),
espacios ulteriores que analizan y describen los elementos de la iglesia
(comentarios de libros y de guías), espacios vecinos y correlativos que se
cuelgan un poco al azar, enganchados por palabras (reflexiones de los turistas
que miran), espacios próximos pero cuyas miradas están giradas como para otro
lado (fragmentos de diálogos). Estos espacios tienen su lugar propio de
inscripción: rollos de manuscritos, superficie de los muros, libros, bandas
magnetofónicas que se recortan con tijeras. Y este triple juego (la basílica,
los espacios verbales, su lugar de escritura) distribuye sus elementos según un
sistema doble: el sentido de la visita (que a su vez es la resultante
encabalgada del espacio de la basílica, del caminar del paseante y del
movimiento de su mirada) y el que es prescrito por las grandes páginas blancas
sobre las cuales Michel Butor hizo imprimir su texto, con bandas de palabras
recortadas por la sola ley de las márgenes, otras dispuestas en versículos,
otras en columnas. Y esta organización remite quizás a ese otro espacio que es
el de la fotografía… Inmensa arquitectura a las órdenes, pero diferente
absolutamente de su espacio de piedras y de pinturas, dirigido hacia él,
pegándose a él, atravesando sus muros, abriendo la extensión de las palabras
encerradas en él, remitiéndole todo un murmullo que le escapa o se le desvía,
haciendo surgir con un rigor metódico los juegos del espacio en sus conexiones
con las cosas.
La
“descripción” aquí no es reproducción, sino más bien desciframiento: empresa
meticulosa para desencajar ese batiborrillo de lenguajes diversos que son las
cosas, para volver a meter cada uno en su lugar natural, y hacer del libro el
emplazamiento blanco donde todos, después de la descripción, pueden reencontrar
un espacio universal de inscripción. Y sin duda ese es el ser del libro, objeto
y lugar de la Literatura.
Basilica de San Marcos