
MICHEL FOUCAULT - De los espacios otros
La  gran obsesión que tuvo el siglo XIX fue, como se sabe, la historia: los  temas del desarrollo y de la interrupción, los temas de la crisis y de  los ciclos, el tema de un pasado siempre en acumulación, con su gran  preponderancia de lo hombres muertos, y la amenazante congelación del  mundo. El el siglo XIX encontró en el segundo principio de la  termodinámica lo esencial de sus recursos mitológicos. La época actual  quizá sea sobre todo la época del espacio. Estamos en la época de lo  simultáneo, estamos en la época de la yuxtaposición, en la época de lo  próximo y lo lejano, de lo uno al lado de lo otro, de lo disperso.  Estamos en un momento en que el mundo se experimenta menos, creo, como  una gran vida que se desarrolla a través del tiempo que como una red que  une puntos y se intersecta con su propia madeja. Tal vez se pueda decir  que algunos de los conflictos ideológicos que animan las polémicas  actuales se desarrollan entre los piadosos descendientes del tiempo y a  los encarnizados habitantes del espacio. El estructuralismo, o al menos  lo que se agrupa bajo este nombre algo general, es el esfuerzo por  establecer, entre elementos repartidos a través del tiempo, un conjunto  de relaciones que los hace aparecer como yuxtapuestos, opuestos,  implicados entre sí, en suma, que los hace aparecer como una especie de  configuración; y a decir verdad, no se trata de negar el tiempo, sino de  una manera de tratar lo que llamamos tiempo y lo que llamamos historia.
Se  debe señalar sin embargo que el espacio que aparece hoy en el horizonte  de nuestras preocupaciones, de nuestra teoría, de nuestros sistemas no  es una innovación; el espacio mismo, en la experiencia occidental, tiene  una historia, y no es posible desconocer este entrecruzamiento fatal  del tiempo con el espacio. Se podría decir, para trazar muy groseramente  esta historia del espacio, que en la Edad Media había un conjunto  jerarquizado de lugares: lugares sagrados y lugares profanos, lugares  protegidos y lugares por el contrario abiertos y sin prohibiciones,  lugares urbanos y lugares rurales (todo ello concernía a la vida real de  los hombres). Para la teoría cosmológica, había lugares supracelestes  opuestos al lugar celeste; y el lugar celeste se oponía a su vez al  lugar terrestre. Estaban los lugares donde las cosas se encontraban  ubicadas porque habían sido desplazadas violentamente, y también los  lugares donde, por el contrario, las cosas encontraban su ubicación y su  reposo naturales. Era esta jerarquía, esta oposición, este  entrecruzamiento de lugares lo que constituía aquello que se podría  llamar muy groseramente el espacio medieval: un espacio de localización.
Este  espacio de localización se abrió con Galileo, ya que el verdadero  escándalo de la obra de Galileo no es tanto el haber descubierto, o más  bien haber redescubierto que la Tierra giraba alrededor del Sol, sino el  haber constituido un espacio infinito, e infinitamente abierto; de tal  forma que el espacio medieval, de algún modo, se disolvía, el lugar de  una cosa no era más que un punto en su movimiento, así como el reposo de  una cosa no era más que su movimiento indefinidamente desacelerado.  Dicho de otra manera, a partir de Galileo, a partir del siglo XVII, la  extensión sustituye a la localización.
En  nuestros días, el emplazamiento sustituye a la extensión que por su  cuenta ya había reemplazado a la localización. El emplazamiento se  define por las relaciones de proximidad entre puntos o elementos;  formalmente, se las puede describir como series, árboles, enrejados.
Por  otra parte, es conocida la importancia de los problemas de  emplazamiento en la técnica contemporánea: almacenamiento de la  información o de los resultados parciales de un cálculo en la memoria de  una máquina, circulación de elementos discretos, con salida aleatoria  (como los automóviles, simplemente, o los sonidos a lo largo de una  línea telefónica), identificación de elementos, marcados o codificados,  en el interior de un conjunto que está distribuido al azar, o  clasificado en una clasificación unívoca, o clasificado según una  clasificación plurívoca, etc. De una manera todavía más concreta, el  problema del sitio o del emplazamiento se plantea para los hombres en  términos de demografía; y este último problema del emplazamiento humano  no plantea simplemente si habrá lugar suficiente para el hombre en el  mundo –problema que es después de todo bastante importante–, sino  también el problema de qué relaciones de proximidad, qué tipo de  almacenamiento, de circulación, de identificación, de clasificación de  elementos humanos deben ser tenidos en cuenta en tal o cual situación  para llegar a tal o cual fin. Estamos en una época en que el espacio se  nos da bajo la forma de relaciones de emplazamientos.
En  todo caso, creo que la inquietud actual concierne fundamentalmente al  espacio, sin duda mucho más que al tiempo; el tiempo no aparece  probablemente sino como uno de los juegos de distribución posibles entre  los elementos que se reparten en el espacio.
Ahora  bien, a pesar de todas las técnicas que lo invisten, a pesar de toda la  red de saber que permite determinarlo o formalizarlo, el espacio  contemporáneo tal vez no está todavía enteramente desacralizado –a  diferencia sin duda del tiempo, que ha sido desacralizado en el siglo  XIX. Es verdad que ha habido una cierta desacralización teórica del  espacio (aquella cuya señal es la obra de Galileo), pero tal vez no  accedimos aún a una desacralización práctica del espacio. Y tal vez  nuestra vida está controlada aún por un cierto número de oposiciones que  no se pueden modificar, contra las cuales la institución y la práctica  aún no se han atrevido a rozar: oposiciones que admitimos como dadas:  por ejemplo, entre el espacio privado y el espacio público, entre el  espacio de la familia y el espacio social, entre el espacio cultural y  el espacio útil, entre el espacio del ocio y el espacio del trabajo,  todas dominadas por una sorda sacralización.
La  obra –inmensa– de Bachelard, las descripciones de los fenomenólogos nos  han enseñado que no vivimos en un espacio homogéneo y vacío, sino, por  el contrario, en un espacio que está cargado de cualidades, un espacio  que tal vez esté también visitado por fantasmas; el espacio de nuestra  primera percepción, el de nuestras ensoñaciones, el de nuestras pasiones  guardan en sí mismos cualidades que son como intrínsecas; es un espacio  liviano, etéreo, transparente, o bien un espacio oscuro, rocalloso,  obstruido: es un espacio de arriba, es un espacio de las cimas, o es por  el contrario un espacio de abajo, un espacio del barro, es un espacio  que puede estar corriendo como el agua viva, es un espacio que puede  estar fijo, detenido como la piedra o como el cristal.
Sin  embargo, estos análisis, aunque fundamentales para la reflexión  contemporánea, conciernen sobre todo al espacio del adentro. Es del  espacio del afuera que quisiera hablar ahora.
El  espacio en el que vivimos, que nos atrae hacia fuera de nosotros  mismos, en el que se desarrolla precisamente la erosión de nuestra vida,  de nuestro tiempo y de nuestra historia, este espacio que nos carcome y  nos agrieta es en sí mismo también un espacio heterogéneo. Dicho de  otra manera, no vivimos en una especie de vacío, en el interior del cual  podrían situarse individuos y cosas. No vivimos en un vacío  diversamente tornasolado, vivimos en un conjunto de relaciones que  definen emplazamientos irreductibles los unos a los otros y que no deben  superponerse.
Por  supuesto, se podría emprender la descripción de estos diferentes  emplazamientos, buscando el conjunto de relaciones por el cual se los  puede definir. Por ejemplo, describir el conjunto de relaciones que  definen los emplazamientos de pasaje, las calles, los trenes (un tren es  un extraordinario haz de relaciones, ya que es algo a través de lo cual  se pasa, es algo mediante lo cual se puede pasar de un punto a otro y  además es también algo que pasa). Se podría describir, por el haz de  relaciones que permiten definirlos, estos emplazamientos de detención  provisoria que son los cafés, los cines, las playas. Se podría también  definir, por su red de relaciones, el emplazamiento de descanso, cerrado  o medio cerrado, constituido por la casa, la habitación, la cama, etc.  Pero los que me interesan son, entre todos los emplazamientos, algunos  que tienen la curiosa propiedad de estar en relación con todos los otros  emplazamientos, pero de un modo tal que suspenden, neutralizan o  invierten el conjunto de relaciones que se encuentran, por sí mismos,  designados, reflejados o reflexionados. De alguna manera, estos  espacios, que están enlazados con todos los otros, que contradicen sin  embargo todos los otros emplazamientos, son de dos grandes tipos.
HETEROTOPÍAS
Están  en primer lugar las utopías. Las utopías son los emplazamientos sin  lugar real. Mantienen con el espacio real de la sociedad una relación  general de analogía directa o inversa. Es la sociedad misma  perfeccionada o es el reverso de la sociedad, pero, de todas formas,  estas utopías son espacios fundamental y esencialmente irreales.
También  existen, y esto probablemente en toda cultura, en toda civilización,  lugares reales, lugares efectivos, lugares que están diseñados en la  institución misma de la sociedad, que son especies de  contra-emplazamientos, especies de utopías efectivamente realizadas en  las cuales los emplazamientos reales, todos los otros emplazamientos  reales que se pueden encontrar en el interior de la cultura están a la  vez representados, cuestionados e invertidos, especies de lugares que  están fuera de todos los lugares, aunque sean sin embargo efectivamente  localizables. Estos lugares, porque son absolutamente otros que todos  los emplazamientos que reflejan y de los que hablan, los llamaré, por  oposición a las utopías, las heterotopías; y creo que entre las utopías y  estos emplazamientos absolutamente otros, estas heterotopías, habría  sin duda una suerte de experiencia mixta, medianera, que sería el  espejo. El espejo es una utopía, porque es un lugar sin lugar. En el  espejo, me veo donde no estoy, en un espacio irreal que se abre  virtualmente detrás de la superficie, estoy allá, allá donde no estoy,  especie de sombra que me devuelve mi propia visibilidad, que me permite  mirarme allá donde estoy ausente: utopía del espejo. Pero es igualmente  una heterotopía, en la medida en que el espejo existe realmente y tiene,  sobre el lugar que ocupo, una especie de efecto de retorno; a partir  del espejo me descubro ausente en el lugar en que estoy, puesto que me  veo allá. A partir de esta mirada que de alguna manera recae sobre mí,  del fondo de este espacio virtual que está del otro lado del vidrio,  vuelvo sobre mí y empiezo a poner mis ojos sobre mí mismo y a  reconstituirme allí donde estoy; el espejo funciona como una heterotopía  en el sentido de que convierte este lugar que ocupo, en el momento en  que me miro en el vidrio, en absolutamente real, enlazado con todo el  espacio que lo rodea, y a la vez en absolutamente irreal, ya que está  obligado, para ser percibido, a pasar por este punto virtual que está  allá.
En  cuanto a las heterotopías propiamente dichas, ¿cómo se las podría  describir, que sentido tienen? Se podría suponer, no digo una ciencia,  porque es una palabra demasiado prostituida ahora, sino una especie de  descripción sistemática que tuviera por objeto, en una sociedad dada, el  estudio, el análisis, la descripción, la “lectura”, como se gusta decir  ahora, de estos espacios diferentes, estos otros lugares, algo así como  una polémica a la vez mítica y real del espacio en que vivimos; esta  descripción podría llamarse la heterotopología.
Primer principio:  no hay probablemente una sola cultura en el mundo que no constituya  heterotopías. Es una constante de todo grupo humano. Pero las  heterotopías adquieren evidentemente formas que son muy variadas, y tal  vez no se encuentre una sola forma de heterotopía que sea absolutamente  universal. Sin embargo es posible clasificarlas en dos grandes tipos.
En  las sociedades llamadas “primitivas”, hay una forma de heterotopías que  yo llamaría heterotopías de crisis, es decir que hay lugares  privilegiados, o sagrados, o prohibidos, reservados a los individuos que  se encuentran, en relación a la sociedad y al medio humano en el  interior del cual viven, en estado de crisis. Los adolescentes, las  mujeres en el momento de la menstruación, las parturientas, los viejos,  etc.
En  nuestra sociedad, estas heterotopías de crisis están desapareciendo,  aunque se encuentran todavía algunos restos. Por ejemplo, el colegio,  bajo su forma del siglo XIX, o el servicio militar para los jóvenes  jugaron ciertamente tal rol, ya que las primeras manifestaciones de la  sexualidad viril debían tener lugar en “otra parte”, diferente de la  familia. Para las muchachas existía, hasta mediados del siglo XX, una  tradición que se llamaba el “viaje de bodas”; que es un tema ancestral.  El desfloramiento de la muchacha no podía tener lugar “en ninguna parte”  y, en ese momento, el tren, el hotel del viaje de bodas eran ese lugar  de ninguna parte, esa heterotopía sin marcas geográficas.
Pero  las heterotopías de crisis desaparecen hoy y son reemplazadas, creo,  por heterotopías que se podrían llamar de desviación: aquellas en las  que se ubican los individuos cuyo comportamiento está desviado con  respecto a la media o a la norma exigida. Son las casas de reposo, las  clínicas psiquiátricas; son, por supuesto, las prisiones, y debería  agregarse los geriátricos, que están de alguna manera en el límite de la  heterotopía de crisis y de la heterotopía de desviación, ya que,  después de todo, la vejez es una crisis, pero igualmente una desviación,  porque en nuestra sociedad, donde el tiempo libre se opone al tiempo de  trabajo, el no hacer nada es una especie de desviación.
El segundo principio  de esta descripción de las heterotopías es que, en el curso de su  historia, una sociedad puede hacer funcionar de una forma muy diferente  una heterotopía que existe y que no ha dejado de existir; en efecto,  cada heterotopía tiene un funcionamiento preciso y determinado en la  sociedad, y la misma heterotopía puede, según la sincronía de la cultura  en la que se encuentra, tener un funcionamiento u otro.
Tomaré  por ejemplo la curiosa heterotopía del cementerio. El cementerio es  ciertamente un lugar otro en relación a los espacios culturales  ordinarios; sin embargo, es un espacio ligado al conjunto de todos los  emplazamientos de la ciudad o de la sociedad o de la aldea, ya que cada  individuo, cada familia tiene parientes en el cementerio. En la cultura  occidental, el cementerio existió prácticamente siempre. Pero sufrió  mutaciones importantes. Hasta el fin del siglo XVIII, el cementerio se  encontraba en el corazón mismo de la ciudad, a un lado de la iglesia.  Existía allí toda una jerarquía de sepulturas posibles. Estaba la fosa  común, en la que los cadáveres perdían hasta el último vestigio de  individualidad, había algunas tumbas individuales, y también había  tumbas en el interior de la iglesia. Estas tumbas eran de dos especies:  podían ser simplemente baldosas con una marca, o mausoleos con estatuas.  Este cementerio, que se ubicaba en el espacio sagrado de la iglesia, ha  adquirido en las sociedades modernas otro aspecto diferente y,  curiosamente, en la época en que la civilización se ha vuelto –como se  dice muy groseramente– “atea”, la cultura occidental inauguró lo que se  llama el culto de los muertos.
En  el fondo, era muy natural que en la época en que se creía efectivamente  en la resurrección de los cuerpos y en la inmortalidad del alma no se  haya prestado al despojo mortal una importancia capital. Por el  contrario, a partir del momento en que no se está muy seguro de tener un  alma, ni de que el cuerpo resucitará, tal vez sea necesario prestar  mucha más atención a este despojo mortal, que es finalmente el último  vestigio de nuestra existencia en el mundo y en las palabras. En todo  caso, a partir del siglo XIX cada uno tiene derecho a su pequeña caja  para su pequeña descomposición personal; pero, por otra parte, recién a  partir del siglo XIX se empezó a poner los cementerios en el límite  exterior de las ciudades; correlativamente a esta individualización de  la muerte y a la apropiación burguesa del cementerio nació la obsesión  de la muerte como “enfermedad”. Se supone que los muertos llevan las  enfermedades a los vivos, y que la presencia y la proximidad de los  muertos al lado de la casa, al lado de la iglesia, casi en el medio de  la calle, propaga por sí misma la muerte. Este gran tema de la  enfermedad esparcida por el contagio de los cementerios persistió en el  fin del siglo XVIII; y en el transcurso del siglo XIX comenzó su  desplazamiento hacia los suburbios. Los cementerios constituyen entonces  no sólo el viento sagrado e inmortal de la ciudad, sino “la otra  ciudad”, donde cada familia posee su negra morada.
Tercer principio:  la heterotopía tiene el poder de yuxtaponer en un solo lugar real  múltiples espacios, múltiples emplazamientos que son en sí mismos  incompatibles. Es así que el teatro hace suceder sobre el rectángulo del  escenario toda una serie de lugares que son extraños los unos a los  otros; es así que el cine es una sala rectangular muy curiosa, al fondo  de la cual, sobre una pantalla bidimensional, se ve proyectar un espacio  en tres dimensiones; pero tal vez el ejemplo más antiguo de estas  heterotopías (en forma de emplazamientos contradictorios) sea el jardín.  No hay que olvidar que el jardín, creación asombrosa ya milenaria,  tenía en oriente significaciones muy profundas y como superpuestas. El  jardín tradicional de los persas era un espacio sagrado que debía  reunir, en el interior de su rectángulo, cuatro partes que representaban  las cuatro partes del mundo, con un espacio todavía más sagrado que los  otros que era como su ombligo, el ombligo del mundo en su medio (allí  estaban la fuente y la vertiente); y toda la vegetación del jardín debía  repartirse dentro de este espacio, en esta especie de microcosmos.
En  cuanto a las alfombras, ellas eran, en el origen, reproducciones de  jardines. El jardín es una alfombra donde el mundo entero realiza su  perfección simbólica, y la alfombra, una especie de jardín móvil a  través del espacio. El jardín es la parcela más pequeña del mundo y es  por otro lado la totalidad del mundo. El jardín es, desde el fondo de la  Antigüedad, una especie de heterotopía feliz y universalizante (de ahí  nuestros jardines zoológicos).
Cuarto principio:  las heterotopías están, las más de las veces, asociadas a cortes del  tiempo; es decir que operan sobre lo que podríamos llamar, por pura  simetría, heterocronías. La heterotopía empieza a funcionar plenamente  cuando los hombres se encuentran en una especie de ruptura absoluta con  su tiempo tradicional; se ve acá que el cementerio constituye un lugar  altamente heterotópico, puesto que comienza con esa extraña heterocronía  que es, para un individuo, la pérdida de la vida, y esa cuasi eternidad  donde no deja de disolverse y de borrarse.
En  forma general, en una sociedad como la nuestra, heterotopía y  heterocronía se organizan y se ordenan de una manera relativamente  compleja. Están en primer lugar las heterotopías del tiempo que se  acumulan al infinito, por ejemplo los museos, las bibliotecas –museos y  bibliotecas son heterotopías en las que el tiempo no cesa de amontonarse  y de encaramarse sobre sí mismo, mientras que en el siglo XVII, hasta  fines del XVII incluso, los museos y las bibliotecas eran la expresión  de una elección. En cambio, la idea de acumular todo, la idea de  constituir una especie de archivo general, la voluntad de encerrar en un  lugar todos los tiempos, todas las épocas, todas las formas, todos los  gustos, la idea de constituir un lugar de todos los tiempos que esté  fuera del tiempo, e inaccesible a su mordida, el proyecto de organizar  así una suerte de acumulación perpetua e indefinida del tiempo en un  lugar inamovible… todo esto pertenece a nuestra modernidad. El museo y  la biblioteca son heterotopías propias de la cultura occidental del  siglo XIX.
Frente  a estas heterotopías, ligadas a la acumulación del tiempo, se hallan  las heterotopías que están ligadas, por el contrario, al tiempo en lo  que tiene de más fútil, de más precario, de más pasajero, según el modo  de la fiesta. Son heterotopías no ya eternizantes, sino absolutamente  crónicas. Tales son las ferias, esos maravillosos emplazamientos vacíos  en el límite de las ciudades, que una o dos veces al año se pueblan de  puestos, de barracones, de objetos heteróclitos, de luchadores, de  mujeres-serpiente, de adivinas. Muy recientemente también, se ha  inventado una nueva heterotopía crónica: las ciudades de veraneo; esas  aldeas polinesias que ofrecen tres cortas semanas de desnudez primitiva y  eterna a los habitantes de las ciudades; y ustedes ven por otra parte  que acá se juntan las dos formas de heterotopías, la de la fiesta y la  de la eternidad del tiempo que se acumula: las chozas de Djerba son en  un sentido parientes de las bibliotecas y los museos, pues en el  reencuentro de la vida polinesia, el tiempo queda abolido, pero es  también el tiempo recobrado, toda la historia de la humanidad  remontándose desde su origen como en una especie de gran saber  inmediato.
Quinto principio:  las heterotopías suponen siempre un sistema de apertura y uno de cierre  que, a la vez, las aíslan y las vuelven penetrables. En general, no se  accede a un emplazamiento heterotópico como accedemos a un molino. O  bien uno se halla allí confinado –es el caso de las barracas, el caso de  la prisión– o bien hay que someterse a ritos y a purificaciones. Sólo  se puede entrar con un permiso y una vez que se ha completado una serie  de gestos. Existe, por otro lado, heterotopías enteramente consagradas a  estas actividades de purificación, medio religiosa, medio higiénica,  como los hammam musulmanes, o bien purificación en apariencia puramente  higiénica, como los saunas escandinavos.
Existen  otras, al contrario, que tienen el aire de puras y simples aberturas,  pero que, en general, ocultan curiosas exclusiones. Todo el mundo puede  entrar en los emplazamientos heterotópicos, pero a decir verdad, esto es  sólo una ilusión: uno cree penetrar pero, por el mismo hecho de entrar,  es excluido. Pienso, por ejemplo, en esas famosas habitaciones que  existían en las grandes fincas del Brasil, y en general en Sudamérica.  La puerta para acceder a ellas no daba a la pieza central donde vivía la  familia, y todo individuo que pasara, todo viajero tenía el derecho de  franquear esta puerta, entrar en la habitación y dormir allí una noche.  Ahora bien, estas habitaciones eran tales que el individuo que pasaba  allí no accedía jamás al corazón mismo de la familia, era absolutamente  huésped de pasada, no verdaderamente un invitado. Este tipo de  heterotopía, que hoy prácticamente ha desaparecido en nuestras  civilizaciones, podríamos tal vez reencontrarlo en las famosas  habitaciones de los moteles americanos, donde uno entra con su coche y  con su amante y donde la sexualidad ilegal se encuentra a la vez  absolutamente resguardada y absolutamente oculta, separada, y sin  embargo dejada al aire libre.
Sexto principio.  La última nota de las heterotopías es que son, respecto del espacio  restante, una función. Ésta se despliega entre dos polos extremos. O  bien tienen por rol crear un espacio de ilusión que denuncia como más  ilusorio todavía todo el espacio real, todos los emplazamientos en el  interior de los cuales la vida humana está compartimentada (tal vez sea  éste el rol que durante mucho tiempo jugaron los burdeles, rol del que  se hallan ahora privadas); o bien, por el contrario, crean otro espacio,  otro espacio real, tan perfecto, tan meticuloso, tan bien ordenado,  como el nuestro es desordenado, mal administrado y embrollado. Ésta  sería una heterotopía no ya de ilusión, sino de compensación, y me  pregunto si no es de esta manera que han funcionado ciertas colonias. En  ciertos casos, las colonias han jugado, en el nivel de la organización  general del espacio terrestre, el rol de heterotopía. Pienso por  ejemplo, en el momento de la primer ola de colonización, en el siglo  XVII, en esas sociedades puritanas que los ingleses fundaron en América y  que eran lugares otros absolutamente perfectos.
Pienso  también en esas extraordinarias colonias jesuíticas que fueron fundadas  en Sudamérica: colonias maravillosas, absolutamente reglamentadas, en  las que se alcanzaba efectivamente la perfección humana. Los jesuitas  del Paraguay habían establecido colonias donde la existencia estaba  reglamentada en cada uno de sus puntos. La aldea se repartía según una  disposición rigurosa alrededor de una plaza rectangular al fondo de la  cual estaba la iglesia; a un costado, el colegio, del otro, el  cementerio, y, después, frente a la iglesia se abría una avenida que  otra cruzaría en ángulo recto. Las familias tenían cada una su pequeña  choza a lo largo de estos ejes y así se reproducía exactamente el signo  de Cristo. La cristiandad marcaba así con su signo fundamental el  espacio y la geografía del mundo americano.
La  vida cotidiana de los individuos era regulada no con un silbato, pero  sí por las campanas. Todo el mundo debía despertarse a la misma hora, el  trabajo comenzaba para todos a la misma hora; la comida a las doce y a  las cinco; después uno se acostaba y a la medianoche sonaba lo que  podemos llamar la diana conyugal. Es decir que al sonar la campana cada  uno cumplía con su deber.
Los  burdeles y las colonias son dos tipos extremos de heterotopía, y si uno  piensa que, después de todo, el barco es un pedazo flotante de espacio,  un lugar sin lugar, que vive por él mismo, que está cerrado sobre sí y  que al mismo tiempo está librado al infinito del mar y que, de puerto en  puerto, de orilla en orilla, de burdel en burdel, va hasta las colonias  a buscar lo más precioso que ellas encierran en sus jardines, ustedes  comprenden por qué el barco ha sido para nuestra civilización, desde el  siglo XVI hasta nuestros días, a la vez no solamente el instrumento más  grande de desarrollo económico (no es de eso de lo que hablo hoy), sino  la más grande reserva de imaginación. El navío es la heterotopía por  excelencia. En las civilizaciones sin barcos, los sueños se agotan, el  espionaje reemplaza allí la aventura y la policía a los corsarios.
“Des espaces autres”, sirvió de base para la conferencia dada por Foucault en el Cercle des Études Architecturals, el 14 de marzo de 1967. Se publicó en Architecture, Mouvement, Continuité,  n 5, octubre de 1984. Aunque no fue revisado por el autor para su  publicación, y por tanto no forma parte de corpus oficial de su obra, el  manuscrito se hizo de dominio público con motivo de una exposición en  Berlín poco tiempo antes de la muerte de Foucault. // Traducida por  Pablo Blitstein y Tadeo Lima. // Corrección revisada por  Caosmosis-Universidade Invisíbel.