Autorretrato
Cuán
generoso y benigno se muestra a veces el cielo al acumular en una sola
persona las infinitas riquezas de sus tesoros y todas las gracias y las
dotes más raras que en largo plazo suele repartir entre muchos
individuos; claramente puede verse en el caso del excelente no menos que
gracioso Rafael Sanzio de Urbino, que fue dotado por la naturaleza de
toda aquella modestia y bondad que algunas veces se observa en quienes
han añadido a cierta humanidad de su temperamento gentil el adorno
bellísimo de una agraciada afabilidad, que siempre sabe mostrarse dulce y
agradable con toda clase de personas y en todas las circunstancias.
La
naturaleza hizo don de ese hombre al mundo cuando, vencida por el arte
por mano de Miguel Ángel Buonarroti, quiso ser vencida en Rafael por el
arte y, a la vez, por las costumbres. En realidad, la mayor parte de los
artistas que habían existido hasta entonces recibieron de la naturaleza
una cierta dosis de locura y de salvaje temperamento, lo que, además de
tornarlos huraños y caprichosos, había dado ocasión para que en ellos
se revelara muchas veces la sombra y la obscuridad de los vicios, en vez
de la claridad y el esplendor de aquellas virtudes que hacen inmortales
a los hombres. Al contrario, en Rafael resplandecieron todas las
virtudes más raras del alma, acompañadas de tanta gracia, saber,
belleza, modestia y óptimas costumbres, que hubieran bastado para cubrir
cualquier vicio, por grosero que fuese, y toda mancha, aunque
grandísima. Puede decirse con certeza que quienes poseen tantas raras
dotes como las que se vieron en Rafael de Urbino no son simplemente
hombres sino -sea lícito decirlo- dioses mortales, y que quienes dejan
en los anales de la fama, aquí entre nosotros, un nombre ilustre
mediante sus obras, pueden también esperar que gozarán en el cielo el
condigno galardón de sus esfuerzos y sus méritos.
Nació Rafael en
Urbino, ciudad conocidísima de Italia, en el año 1483, un Viernes Santo
a las tres de la madrugada. Era hijo de Giovanni de' Santi, pintor no
muy excelente pero en cambio hombre de buen sentido y capaz de orientar a
sus hijos en la recta senda que, para su mala suerte, no le había sido
mostrada en su propia juventud. Y como sabía Giovanni cuánto importa
criar a los hijos, no con la leche de las nodrizas sino con la de las
propias madres, quiso que Rafael -a quien puso en el bautismo este
nombre, con feliz augurio- fuera alimentado por su madre, tanto más
cuanto que no había tenido otros hijos ni los tuvo después. Y quiso que
en sus tiernos años aprendiera, en su propio hogar, las buenas
costumbres paternas en vez de acostumbrarse en casas de villanos y
plebeyos a crianzas y modales menos gentiles y acaso toscos. Y cuando
creció empezó a ejercitarlo en la pintura, viéndolo muy inclinado a ese
arte y de bellísimo ingenio. No pasaron muchos años sin que Rafael, niño
aún, le prestara gran ayuda en las muchas obras que Giovanni realizó en
el estado de Urbino. Finalmente, comprendiendo aquel padre bueno y
cariñoso que su hijo poco podía adelantar a su lado, resolvió ponerlo a
estudiar con Pietro Perugino quien, según le habían dicho, ocupaba el
primer lugar entre los pintores de su tiempo. Fue, pues, a Perusa, mas
no encontró allí a Pietro y, para poder aguardarlo con más comodidad, se
puso a pintar algunas cosas en San Francisco. Cuando Pietro regresó de
Roma, Giovanni, que era persona cabal y gentil, se hizo amigo suyo y
cuando le pareció oportuno le expresó con la mayor habilidad su deseo. Y
Pietro, que era muy cortés y se interesaba por los bellos ingenios,
aceptó a Rafael. Por consiguiente, Giovanni regresó muy contento a
Urbino y, no sin muchas lágrimas de la madre, que amaba tiernamente al
niño, llevó a Rafael a Perusa. Allí, viendo Pietro el modo de dibujar
del muchacho, así como sus hermosos modales y sus buenas costumbres,
formó acerca de él ese juicio favorable que más tarde confirmó el
tiempo. Es cosa notabilísima que Rafael, estudiando la manera de Pietro,
llegara a imitarlo a tal punto que sus retratos no se distinguían de
los originales del maestro, de modo que no se podía determinar con
certeza si las pinturas eran suyas o de Rafael. Abiertamente lo
demuestran aún hoy en San Francesco de Perusa algunas figuras que pintó
al óleo en una tabla para Madonna Maddalena degli Oddi, y que son una
Virgen que asciende al cielo y un Cristo que la corona y, debajo, en
torno del sepulcro, los doce apóstoles que contemplan la gloria
celestial. Al pie de la tabla, en una peana de figuras pequeñas
divididas en tres composiciones, están la Anunciación, la Adoración de
los Magos y la Presentación a Simeón en el Templo. Esa obra ha sido
realizada, por cierto, con extrema prolijidad y quien no fuese entendido
en el estilo de Pietro creería firmemente que es de su mano, cuando no
cabe duda de que ha sido pintada por Rafael. Después de esta obra,
Pietro volvió a Florencia por asuntos suyos y Rafael, saliendo de
Perusa, se trasladó con algunos amigos a Città di Castello, donde hizo, a
la manera de Perugino, una tabla para Santo Agostino y un Crucifijo en
San Domenico. Si no estuviera firmada esta obra, nadie la creería de
Rafael, sino de Pietro. En San Francesco, en la misma ciudad, pintó en
una tablita el Casamiento de Nuestra Señora, en que se ve con claridad
que se ha desarrollado el talento de Rafael y que ya está superando la
manera de Pietro, al hacerse más sutil y fino. En esta obra hay un
templo en perspectiva, realizado con tanto amor, que causa maravilla ver
las dificultades que Rafael se buscaba en tal ejercicio.
Mientras
conquistaba grandísima fama pintando en ese estilo, el Papa Pío II
había encargado la decoración de la biblioteca de la catedral de Siena a
Pinturicchio, el cual, siendo amigo de Rafael y sabiendo que era
excelente dibujante, lo llevó a esa ciudad. Rafael le hizo algunos de
los dibujos y cartones de esa obra. Pero no continuó trabajando allí
porque, como algunos pintores, en Siena, celebraron con grandes
alabanzas el cartón que Leonardo da Vinci había ideado para la sala del
Papa, en Florencia, representando un grupo bellísimo de jinetes, y
también elogiaron unos desnudos, mucho mejores aún, hechos por Miguel
Ángel Buonarroti en competencia con Leonardo, Rafael se sintió tan
tentado de verlos, por el amor que siempre sintió por la excelencia del
arte, que, abandonando la obra que estaba realizando y renunciando a
toda comodidad y provecho, se fue a Florencia. Al llegar allá, le
gustaron tanto la ciudad como las obras que iba a ver, las cuales le
parecieron divinas. Y decidió quedarse por algún tiempo. Trabó amistad
con jóvenes pintores, entre los cuales estaban Ridolfo Ghirlandaio y
Aristotile San Gallo, y en Florencia fue muy agasajado, especialmente
por Taddeo Taddei,119 que siempre quiso tenerlo en su casa y sentarlo a
su mesa, pues amaba a todos los hombres de talento. Y Rafael, que era la
gentileza misma, para no quedarse atrás en cortesía, le hizo dos
cuadros que tienen algo del primer estilo de Perugino y algo del que
luego adoptó al desarrollarse, y que es mucho mejor, como se dirá. Esos
cuadros aún están en la casa de los herederos de Taddeo. Rafael fue
también muy amigo de Lorenzo Nasi y como éste se casó en aquellos días,
le pintó una Virgen entre cuyas piernas está el Niño, a quien San Juan
infante ofrece muy contento un pajarito, con mucho regocijo y placer de
uno y otro. En la actitud de ambas criaturas hay cierta simplicidad
pueril encantadora, y están tan bien dibujadas y coloreadas, que parecen
ser de carne viva y no hechas con lápiz y colores. La Virgen también
tiene una actitud llena de gracia y de divinidad, y el terrazo, los
fondos y todo el resto de la obra son bellísimos. Este cuadro fue
conservado con grandísima veneración por Lorenzo Nasi mientras vivió,
tanto en recuerdo de Rafael, por quien tenía viva amistad, como por la
dignidad y la excelencia de la obra. Ésta sufrió grave daño en el año
1548, el día 17 de noviembre, cuando un desprendimiento de tierras del
monte San Giorgio destruyó las casas de Lorenzo y otras vecinas,
inclusive las muy notables y bellas de los herederos de Marco del Nero.
Empero, fueron recogidos los pedazos del cuadro entre los escombros y
Batista, hijo de Lorenzo, muy aficionado al arte, hizo restaurar la obra
del mejor modo posible.
Después de ejecutar esas pinturas,
Rafael se vio obligado a salir de Florencia y regresar a Urbino, pues
habían muerto su padre y su madre y todas sus cosas quedaron
abandonadas. Mientras permaneció en Urbino hizo para Guidobaldo de
Montefeltro, entonces capitán de los florentinos, dos pequeñas Vírgenes
bellísimas, en su segundo estilo, que hoy están en poder del ilustrísimo
y excelentísimo Guidobaldo, duque de Urbino. Para el mismo pintó un
cuadrito con Cristo orando en el Huerto, mientras a cierta distancia
duermen los tres Apóstoles. Esta pintura está tan acabada, que una
miniatura no podría ser ni mejor ni distinta.
Arreglados sus
asuntos y realizadas esas obras, Rafael regresó a Perusa, donde hizo, en
la iglesia de los Servitas, una Virgen con San Juan Bautista y San
Nicolás, que se colocó en la capilla de los Ansidei. En San Severo,
pequeño convento de la Orden de los Camaldulenses, en la misma ciudad,
pintó al fresco, en la capilla de Nuestra Señora, un Cristo en Gloria,
un Dios Padre rodeado de ángeles y seis Santos sentados, tres de cada
lado: son San Benito, San Romualdo, San Lorenzo, San Jerónimo, San Mauro
y San Plácido. En esta obra, considerada muy bella como pintura al
fresco, puso su nombre en letras grandes y muy visibles. Las Damas de
San Antonio de Padua, de la misma ciudad, le hicieron pintar en tabla
una Virgen en cuyo regazo está -según lo desearon aquellas sencillas y
venerables damas- un Jesús vestido; a sus lados se encuentran San Pedro,
San Pablo, Santa Cecilia y Santa Catalina. A estas dos santas vírgenes
les hizo las expresiones más bellas y dulces y les puso los más variados
tocados que pueden verse (lo cual fue cosa rara en aquellos tiempos). Y
encima de esta tabla, en una luneta, pintó un Dios Padre bellísimo,
mientras ponía en la peana del altar tres composiciones de pequeñas
figuras, en que representó a Cristo orando en el Huerto, llevando la
Cruz (y allí se ven bellísimos movimientos de los soldados que lo
arrastran) y muerto en el regazo de su madre: obra admirable, llena de
devoción, muy venerada por aquellas damas y muy alabada por todos los
pintores.
No omitiré decir que se advirtió, después de su estada
en Florencia, un cambio y embellecimiento de su estilo, debido a que vio
allí muchas pinturas de la mano de maestros excelentes. Sus nuevas
obras nada tenían que ver con su primera manera, y parecían de la mano
de diversos de los pintores más o menos sobresalientes. Antes de que se
fuera de Perusa, Madonna Atlanta Baglioni le pidió una tabla para su
capilla de la iglesia de San Francesco, y como Rafael no pudo servirla
entonces, le prometió que al regresar a Florencia -adonde se veía
obligado a ir por sus asuntos- no dejaría de hacerla. Así, vuelto a
Florencia, donde se dedicó con increíble empeño al estudio del arte,
hizo los cartones para dicha capilla, con ánimo de ir -como luego lo
hizo- en la primera oportunidad a realizar la obra.
En Florencia
vivía entonces Agnolo Doni, que era tan prudente en las demás cosas como
pródigo cuando se trataba de pinturas y esculturas (si bien las
compraba lo más económicamente posible), pues se deleitaba con el arte.
Encargó a Rafael su retrato y el de su esposa, que fueron ejecutados tal
como se ven en poder de Giovanbattista, su hijo, en la casa que Agnolo
edificó, bella y comodísima, en el Corso de' Tintori, cerca de la
esquina de los Alberti. Para Domenico Canigiani pintó a la Virgen con el
Niño Jesús, que hace fiestas a San Juan. Éste le es presentado por
Santa Isabel; ella, mientras lo sostiene, mira con vivacidad a San José,
el cual, apoyado con ambas manos en un bastón, inclina la cabeza hacia
aquella anciana, como maravillándose y alabando la grandeza de Dios que,
siendo tan vieja, le ha concedido un hijito. Y todos parecen asombrarse
de ver con cuánto juicio, en tan tierna edad, los dos primos,
reverentes, se acarician. Cada toque de color en las cabezas, las manos y
los pies de las figuras parece una pincelada de carne, más que un
brochazo de maestro pintor.
Estudió el excelentísimo artista, en
la ciudad de Florencia, las antiguas obras de Masaccio; y los trabajos
de Lionardo y de Miguel Ángel que vio, le hicieron atender con mayor
empeño al estudio y, por consiguiente, superarse extraordinariamente en
su arte y su estilo. Mientras residió allí, tuvo vinculación estrecha,
entre otros, con Fray Bartolomeo de San Marcos, cuyo colorido le gustó
mucho y trató de imitar. En cambio, enseñó a aquel buen Padre reglas de
la perspectiva que éste no había aprendido hasta entonces.
Pero
en el momento en que más lo frecuentaba, fue llamado Rafael a Perusa,
donde, en primer lugar, terminó la obra ya mencionada para Madonna
Atlanta Baglioni, de la cual había hecho los proyectos en Florencia. En
esta divinísima pintura hay un Cristo muerto, conducido a su sepultura;
está ejecutado con tanta frescura y tan profundo cariño, que parece
hecho hoy. Al componer esta obra, Rafael imaginó el dolor que sienten
los más próximos y amantes deudos al enterrar los restos de una persona
muy querida, que encarna verdaderamente todo el bien, el honor y el
provecho de toda una familia. Allí se ve a Nuestra Señora desmayada, y
los rostros de todas las figuras sumidos en el llanto, especialmente el
de San Juan, quien, cruzando las manos, inclina la cabeza de tal modo
que mueve a compasión al ánimo más duro. En verdad, quien considera la
diligencia, el amor, el arte y la gracia de esta obra, tiene gran motivo
para maravillarse: deja estupefacto a quien la mira, por la expresión
de las figuras, por la belleza de los paños y, en suma, por una extrema
perfección que está en todas sus partes.
Concluido este trabajo,
Rafael volvió a Florencia, donde los Dei, ciudadanos florentinos, le
encargaron una tabla para la capilla de su altar en Santo Spirito. La
empezó y llevó a excelente término el esbozo. Y entre tanto hizo un
cuadro que se envió a Siena, el cual, al partir Rafael, quedó en poder
de Ridolfo del Ghirlandaio para que éste terminara un paño azul que
faltaba pintar. Y esto ocurrió porque Bramante de Urbino, que estaba al
servicio de Julio II, por ser compatriota suyo y tener cierto parentesco
con Rafael, le escribió diciéndole que había logrado que el Papa, quien
acababa de hacer construir unas estancias, le permitiera mostrar su
capacidad decorándolas.
Agradó la propuesta a Rafael, razón por
la cual, dejando sus trabajos de Florencia y sin concluir la tabla de
los Dei -que quedó en el estado en que la hizo colocar Messer
Baldassarre da Pescia en la parroquia de su patria, después de la muerte
del pintor- se trasladó a Roma. Llegado allá, encontró que gran parte
de las cámaras del palacio habían sido decoradas, o eran pintadas a la
sazón, por varios maestros. En una de ellas había una composición
terminada de Pietro della Francesca; Luca da Cortona120 había llevado a
buen término la pintura de una pared y Don Pietro della Gatta, abad de
San Clemente de Arezzo, había empezado algunas cosas. Igualmente,
Bramantino de Milán había pintado muchas figuras, en su mayor parte
retratos del natural, considerados bellísimos.
Habiendo sido muy
agasajado por el Papa Julio a su llegada, Rafael comenzó en la cámara de
la Signatura una composición en que representó a los teólogos poniendo
de acuerdo a la filosofía y la astrología con la teología. Allí están
representados todos los sabios del mundo, que disputan en diversas
actitudes. Se ve de un lado a algunos astrólogos que han trazado en
tablitas ciertos signos y caracteres de geomancia y de astrología121 y
las mandan por intermedio de Ángeles bellísimos a los Evangelistas.
Entre ellos está Diógenes con su escudilla, echado en la escalera,
figura muy pensativa y abstraída, que merece ser alabada por su belleza y
por su ropaje tan descuidado. También se ve a Aristóteles y Platón, que
llevan en la mano, uno el Timeo , el otro, la Ética . Los rodea un
numeroso grupo de filósofos. No se puede expresar la belleza de esos
astrólogos y geómetras que dibujan en las tabletas con sus compases
muchísimas figuras y signos. Entre los mismos, está un joven de gran
hermosura, que abre los brazos como maravillado e inclina la cabeza: es
el retrato de Federico II, duque de Mantua, que se encontraba a la sazón
en Roma. También hay un personaje que, inclinado hacia el suelo, con un
compás en la mano, traza un círculo en las tablas. Dicen que es el
arquitecto Bramante, retratado a lo vivo. Al lado está una figura de
espaldas, que tiene una esfera celeste en la mano y representa a
Zoroastro. Junto a ella se encuentra Rafael mismo, autor de la obra, que
se pintó mirándose en un espejo. Es la suya una cabeza joven y de
aspecto muy modesto, llena de agradable benevolencia; tiene puesto un
gorro negro.
No puede decirse la belleza y la bondad que se
advierte en las cabezas y figuras de los Evangelistas, en cuyos rostros
están pintadas una atención y una preocupación muy naturales,
especialmente en quienes escriben. Aparte de las originalidades de
detalle, que son por cierto bastantes, la composición de todo el fresco
está realizada con tanto orden y tanta mesura, que Rafael mostró
verdaderamente en su obra de ensayo aspirar a quedar dueño del campo,
sin competidor alguno, entre los que manejaban los pinceles. Adornó esta
obra con una perspectiva y muchas figuras terminadas en estilo tan
delicado y dulce, que el Papa Julio ordenó borrar todas las
composiciones de los demás maestros antiguos y modernos, para que Rafael
solo conquistase el mérito de los esfuerzos realizados hasta entonces
en aquella obra. Si bien, por orden del Papa, hubo que echar por tierra
la pintura de Giovan Antonio Sodoma da Vercelli, que estaba sobre la
composición de Rafael, éste quiso servirse de la distribución de la
misma y de sus elementos grotescos. Y en los medallones, que son cuatro,
hizo figuras alegóricas de las composiciones que están debajo y vueltas
hacia ellas. Del lado donde pintó a la Filosofía y la Astrología, la
Geometría y la Poesía que se ponen de acuerdo con la Teología, hay una
figura de mujer que representa el Conocimiento de las cosas; está
sentada en un sitial que tiene por sostén a cada lado una diosa Cibeles,
con los múltiples pechos que los antiguos atribuían a la Diana
Polimaste; su vestido es de cuatro colores que representan a los
elementos: de la cabeza para abajo es del color de fuego y bajo la
cintura, del color del aire; del bajo vientre a las rodillas es del
color de la tierra y el resto, hasta los pies, es del color del agua. La
acompañan algunos angelotes verdaderamente bellísimos. En otro
medallón, vuelto hacia la ventana que se abre sobre el Belvedere, está
representada la Poesía bajo la forma de Polimnia coronada de laurel;
tiene una lira antigua en una mano y un libro en la otra. Con las
piernas cruzadas y expresión y belleza de inmortal en el rostro, alza
los ojos al cielo; la rodean dos niños vivaces y despiertos, que forman
composición con esa figura y las demás. De este lado hizo después,
encima de dicha ventana, el Parnaso. En otro medallón que está sobre la
composición en que los Santos Doctores ordenan la misa, hay una Teología
con libros y otras cosas, además de niños semejantes; no es menos
hermosa que las anteriores. Y sobre la ventana que da al patio, hizo en
el cuarto medallón una Justicia con sus balanzas y la espada levantada;
junto a ella están los mismos angelotes, de gran belleza. Puso allí a la
Justicia porque la composición correspondiente es aquella en que se
dictan las leyes civiles y canónicas.
Quedó el Papa tan
satisfecho de esta obra que para poner en la sala espaldares tan
valiosos como la pintura, llamó de Monte Oliveto di Chiusuri, lugar de
Siena, a Fray Giovanni daVerona, gran maestro, a la sazón, en
ensamblados de madera. En cuanto a Rafael, creció el aprecio de su
talento de tal manera, que siguió pintando, por encargo del Papa, la
cámara segunda, hacia la sala grande. Había conquistado vasta fama y
retrató en aquella época al Papa Julio, en un cuadro al óleo en que
aparece tan vivo y verídico que causa temor verlo, como si se estuviera
en presencia del Pontífice en carne y hueso. Esa obra se encuentra hoy
en Santa Maria del Popolo, con una bellísima Virgen hecha en el mismo
período, en la Natividad de Jesucristo: allí, Nuestra Señora cubre con
un velo al Niño, tan hermoso, que por la expresión del rostro y todos
los miembros muestra ser verdadero Hijo de Dios. No menos bellos son la
cara y la cabeza de la Virgen, que expresa alegría y piedad en su
suprema hermosura. El José, apoyado con ambas manos en un palo, está
pensativo, contemplando al Rey y la Reina del Cielo, con una admiración
de viejo santísimo. Estos dos cuadros se muestran en las fiestas
solemnes.
Era grande la celebridad conquistada por Rafael en Roma
en aquellos tiempos, y aunque su estilo tan suave era considerado
bellísimo por todos, por mucho que había visto tantas antigüedades en
esa ciudad y estudiado continuamente, hasta entonces no había dado a sus
figuras cierta grandeza y majestad que les infundió más adelante.
Ocurrió, pues, en esa época que Miguel Ángel le hizo al Papa, en la
Capilla Sixtina, aquel escándalo del cual hablaremos en su Vida, y que
lo obligó a huir a Florencia. Y como Bramante tenía la llave de la
capilla, mostró a Rafael, como amigo, las pinturas de Miguel Ángel, para
que pudiera comprender cómo trabajaba este maestro. Después de ver esas
obras, Rafael rehízo inmediatamente -en Santo Agostino, encima de la
Santa Ana de Andrea Sansovino- el Profeta Isaías que allí se ve y que ya
había dado por terminado. Gracias a lo que había visto de Miguel Ángel,
mejoró y amplió considerablemente su estilo, dándole más majestad. Y
cuando Miguel Ángel vio luego esa pintura de Rafael, pensó que Bramante
-como en realidad había ocurrido- para provecho y fama de Rafael había
cometido aquella mala acción.
Poco después, Agostino Chisi,122
riquísimo mercader sienés, muy amigo de todos los hombres talentosos,
confió a Rafael la decoración de una capilla, como consecuencia de
haberle pintado el artista, en una galería de su palacio -hoy llamado el
Chisi in Transtevere-, con dulcísimo estilo una Galatea que está en el
mar, sobre un carro arrastrado por dos delfines, en torno de los cuales
hay tritones y muchos dioses marinos. Hizo, pues, Rafael, los proyectos
para dicha capilla, que se encuentra en la iglesia de Santa Maria della
Pace, a mano derecha entrando por la puerta principal. La pintó al
fresco, en su nuevo estilo más magnífico y grandioso que el primero.
Antes de haberse descubierto públicamente las pinturas de la capilla de
Miguel Ángel, pero habiéndolas visto, sin embargo, Rafael, representó en
aquella decoración a varios Profetas y Sibilas que, a la verdad, son
considerados lo mejor de su obra, y bellísimos entre tantas cosas
bellas. En las mujeres y los niños que allí pintó hay gran vivacidad y
colorido perfecto, y esta obra lo hizo apreciar grandemente, vivo y
muerto, pues es lo más notable y excelente que realizó en su existencia.
Luego, estimulado por los elogios de un camarero del Papa Julio, pintó
la tabla del altar mayor de Araceli, en que hizo una Nuestra Señora en
el aire, con un paisaje bellísimo, un San Juan, un San Francisco y un
San Jerónimo representado como cardenal. La Virgen es de una humildad y
modestia verdaderamente dignas de la Madre de Cristo; el Niño, en una
hermosa postura, juega con el manto de su madre y en la figura de San
Juan está expresada la penitencia del ayuno: hay en su rostro una
sinceridad de ánimo y una expresión de firmeza características de
quienes se apartan del mundo, lo desdeñan y, al tratar con la gente,
odian la mentira y dicen la verdad. El San Jerónimo alza la cabeza y los
ojos hacia Nuestra Señora, en actitud contemplativa. Parece que se
pintara en él toda la doctrina y la sabiduría que puso en sus escritos, y
con ambas manos presenta al camarero, en actitud de recomendarlo. Este
eclesiástico, en el retrato, parece más bien vivo que pintado. Lo mismo
vale en cuanto a la figura de San Francisco, que Rafael hizo
arrodillado, con un brazo extendido y la cabeza alzada, mirando a
Nuestra Señora y ardiente de caridad. Por el dibujo y el color, expresa
cómo el Santo se derrite de cariño, encontrando confortación y ánimo en
la mansísima mirada y la belleza de la Virgen y en la vivacidad y
hermosura de su Hijo. Puso Rafael en la tabla un niñito que está en el
centro, debajo de Nuestra Señora, alzando la cabeza hacia ella y
sosteniendo una cartela. En belleza de rostro y correspondencia de la
persona no se puede hacer nada más gracioso ni mejor. Además, el paisaje
es singular y hermosísimo, todo perfección.
Después, continuando
las cámaras del palacio123 hizo una composición con el tema del milagro
del Sacramento del corporal de Orvieto, o de Bolsena, como lo llaman
algunos, en el cual aparece al sacerdote mientras dice la misa, con el
rostro rojo de vergüenza al ver que por su incredulidad se ha licuado la
Hostia sobre el corporal; con los ojos espantados y fuera de sí, en
presencia de sus oyentes parece extraviado y como irresoluto. Se
advierte en sus manos el temblor y el espanto que en semejantes casos se
suele experimentar. Alrededor de él puso Rafael a muchas figuras: unos
sirven la misa, otros están de rodillas en una escalinata e
impresionados por la novedad del caso adoptan bellísimas actitudes y
hacen ademanes diversos, expresando varios un sentimiento de
culpabilidad que se advierte tanto en los hombres como en las mujeres.
Hay una figura sentada en el suelo, con un niño en brazos, que parece
escuchar el relato, hecho por otra, de lo sucedido al eclesiástico y que
se da vuelta en un movimiento maravilloso, con gracia femenina muy
propia y vivaz. Del otro lado del altar está el Papa Julio, oyendo la
misa. Es algo maravilloso. También retrató Rafael al cardenal San
Giorgio y muchos otros personajes. Combinó con el vano de la ventana una
gradería que le permitió desarrollar la totalidad de la escena: si no
estuviera allí esa abertura de la ventana, la composición no sería
feliz. A este respecto puede alabársele, pues en sus invenciones para el
desarrollo de cualquier tema que sea, nadie ha sido nunca, en pintura,
más ajustado, claro y sobresaliente que él. Lo demostró en el mismo
lugar, frente al milagro de Bolsena, en el fresco que representa a San
Pedro, prisionero de Herodes, en su cárcel custodiada por hombres
armados. Tanto ha cuidado la arquitectura y con tal discreción ha
mostrado el edificio de la prisión que, a la verdad, todos los artistas
que le siguieron han producido tanta confusión como él produjo belleza.
Rafael siempre trató de representar las escenas, tales como se describen
en los textos, poniendo en ellas elegancia y excelencia. Así, muestra
en esta composición el horror de la cárcel en que aquel anciano está
encadenado entre dos soldados, el profundo sueño de los guardias y el
vivo esplendor del Ángel que en las obscuras tinieblas de la noche
ilumina con su luz todos los detalles de la prisión y hace resplandecer
las armas, que parecen más bruñidas que si fuesen verdaderas, y no
pintadas. No menos ingenio y arte desplegó el pintor en la escena en que
San Pedro, liberado de sus cadenas, sale de la cárcel acompañado por el
Ángel; su rostro expresa que todo eso le parece un sueño, y no
realidad; también se ve terror y espanto en la cara de los guardias que
están, armados, fuera de la prisión, y oyen el ruido de la puerta de
hierro. Un centinela, con la antorcha en la mano, despierta a los otros y
la luz de su hacha se refleja en todas las armas. Lo que no es
iluminado por la antorcha recibe la claridad de los rayos lunares. Como
Rafael pintó esa composición encima de la ventana, esa pared queda más
obscura. Cuando miras, pues, aquella escena, te da la luz en la cara y
contrastan tan notablemente la iluminación natural y las luces pintadas
con aquel claror nocturno, que te parece ver el humo de la tea, el
esplendor del Ángel y las obscuras tinieblas de la noche, tan reales y
verídicos que no se diría nunca que están pintados, habiendo expresado
Rafael con tanta propiedad una imaginación tan difícil.
Hizo
también el pintor, en una de las paredes enteras, el Culto Divino, el
Arca y el Candelabro de los Hebreos, y al Papa Julio arrojando a la
Avaricia de la Iglesia. Es una composición similar en belleza y en
bondad a la noche descrita.124
En esa obra se ven algunos
retratos de lacayos que vivían entonces y que transportan en la sede al
Papa Julio, representado en la forma más viviente. Mientras un grupo de
hombres y mujeres le abre paso, un individuo armado, a caballo,
acompañado por otros dos que van a pie, avanza con furia y, en actitud
ferocísima, golpea al orgullosísimo Heliodoro que, por mandato de
Antíoco, pretende expoliar al templo de todos los depósitos de las
viudas y los huérfanos. Allí se ve cómo se llevan ya una cantidad de
ropas y tesoros, pero a causa del temor que provoca el accidente de
Heliodoro, abatido y golpeado por los tres mencionados (que por ser
meras visiones sólo por él son vistos y sentidos), la gente del ministro
expoliador es presa de súbito espanto y cae, volcando y desparramando
por el suelo todo lo que transportaba. Alejado de éstos se ve al
santísimo pontífice Onías, vestido pontificalmente, orando con fervor
mientras alza las manos y los ojos al cielo, afligido y compadeciendo a
los pobres que perdían lo suyo y contento por el socorro que les llega
de las alturas. Por bello capricho de Rafael, se ve, además, a muchas
personas trepadas en los zócalos del basamento y abrazadas a las
columnas en actitudes incomodísimas: miran lo que está sucediendo, y
toda la gente parece atónita y expresa su asombro de diversas maneras.
Esta obra es estupenda en todas sus partes, y hasta los cartones de la
misma son considerados con grandísima veneración. Messer Francesco
Masini, gentilhombre de Cesena (que sin ayuda de maestro alguno, desde
la niñez, guiado por un extraordinario instinto natural, se dedicó al
dibujo y la pintura y ha pintado cuadros muy elogiados por los
entendidos en arte), posee, entre sus muchos dibujos y algunos relieves
en mármol antiguos, unos cuantos trozos de esos cartones de Rafael para
el fresco de Heliodoro y los estima como lo merecen. Pero, volviendo a
Rafael: en la bóveda de esa sala pintó cuatro motivos, que son la
Aparición de Dios a Abraham, a quien promete la multiplicación de su
linaje, el Sacrificio de Isaac, la Escala de Jacob y la Zarza Ardiente
de Moisés, en que se ve tanto arte, invención, dibujo y gracia como en
las demás cosas pintadas por él.
Mientras la felicidad de este
artista daba de sí tan grandes maravillas, la envidia de la fortuna
privó de la vida a Julio II, fomentador de tal talento y amador de toda
cosa buena. Luego, proclamado León X, quiso que esa obra fuera
continuada. Y Rafael vio crecer su talento hasta el cielo y fue objeto
de agasajos infinitos por parte de ese príncipe tan grande que, por
herencia de su familia, era muy inclinado al arte. Púsose, pues, Rafael
animosamente a continuar la obra y en la otra pared hizo la llegada de
Atila a Roma y su encuentro, al pie del monte Mario, con el Papa León
III, quien lo echó de allí mediante bendiciones solamente.125 En esta
composición puso Rafael a San Pedro y San Pablo en el aire, con la
espada en la mano, acudiendo a defender a la Iglesia. Pues si bien la
historia de León III no menciona esto, por capricho suyo quiso
representarlo así, pues ocurre a menudo que tanto la pintura como la
poesía deriven un poco, para adorno de la obra, aunque sin alejarse
inconvenientemente del sentido fundamental del tema.
En esos
Apóstoles se reconoce esa fiereza y ese ardor celeste que muchas veces
pone el juicio divino en el rostro de sus servidores, para la defensa de
la santísima religión. Da prueba de ello Atila, montado en un caballo
negro, cuatralbo y estrellado en la frente, bellísimo, pues con actitud
de espanto alza la cabeza y se vuelve, dándose a la fuga. Hay otros
caballos muy hermosos, en particular un bereber manchado, montado por
una figura que tiene todo el cuerpo cubierto de escamas que parecen de
pescado. Este jinete ha sido copiado de la Columna Trajana, donde se ve a
los hombres armados de esa manera, creyéndose que se cubrían con cueros
de cocodrilo. También se ve el monte Mario incendiado, lo que muestra
que cuando se alejan los soldados, sus acantonamientos siempre quedan
presas de las llamas. Rafael retrató del natural a algunos maceros que
acompañan al Papa y están vivísimos, lo mismo que los caballos que
montan, la comitiva de los cardenales y los palafreneros que conducen a
la jaca en que cabalga León X, en sus hábitos pontificales.
En
esa misma época hizo para Nápoles una tabla que se colocó en la capilla
de Santo Domenico, en que se encuentra el crucifijo que habló a Santo
Tomás de Aquino. Representó en ese cuadro a Nuestra Señora con San
Jerónimo, vestido de cardenal, y un Ángel Rafael que acompaña a Tobías.
Hizo otro cuadro para Leonello da Carpi, señor de Meldola, quien aún
vive y cuenta más de noventa años de edad. Dicha pintura es
maravillosísima de colorido y de una belleza singular; está ejecutada
con una fuerza y una galanura tales, que no pienso que se pueda hacer
nada mejor. En el rostro de Nuestra Señora hay una divinidad, y en su
actitud una modestia que no es posible mejorar: con las manos juntas
adora a su Hijo, sentado en sus rodillas, que acaricia a San Juan
mientras éste lo adora juntamente con Santa Isabel y José. Este cuadro
estaba en poder del reverendísimo cardenal de Carpi, hijo de dicho señor
Leonello, muy aficionado a las artes, y hoy deben de tenerlo sus
herederos.
Más tarde, cuando Lorenzo Pucci, cardenal de Santi
Quattro, fue nombrado Sumo Penitenciario, favoreció a Rafael
encargándole, para San Giovanni in Monte, en Bolonia, una tabla que hoy
se encuentra en la capilla donde se hallan los restos de la beata Elena
dall'Olio y en la cual mostró cuánto podía su arte unido a la gracia en
sus delicadísimas manos. Representó a Santa Cecilia arrobada por un coro
de Ángeles que cantan en el cielo: escucha el canto, completamente
entregada a la armonía, y en su rostro se pinta ese rapto que se ve a lo
vivo en quienes se hallan en éxtasis. Esparcidos por el suelo hay
instrumentos musicales que no parecen pintados, sino reales. Lo mismo
vale en cuanto a los velos y vestidos de tela de oro y seda de la Santa,
o al cilicio maravilloso que lleva debajo de ellos. En el San Pablo que
posa el codo derecho sobre la espada desnuda y apoya la cabeza en una
mano, está expresada su ciencia así como su energía convertida en
gravedad. Lleva un simple paño rojo a modo de capa y, debajo, una túnica
verde; está apostólicamente descalzo. Santa María Magdalena tiene en la
mano un vaso de piedra finísima; en actitud graciosísima vuelve la
cabeza y parece muy contenta de su conversión: ciertamente, en este
género no creo que pueda hacerse nada mejor. También son bellísimas las
cabezas de San Agustín y San Juan Evangelista. A la verdad, las demás
pinturas pueden calificarse de pinturas, pero las de Rafael son cosas
vivientes, porque se estremece la carne, se ve el espíritu, vibran los
sentidos en sus figuras y viven de veras. Por lo cual esto le dio más
fama aún, aparte de las alabanzas que ya recibía. Se hicieron en su
honor muchos versos en latín y lengua vulgar, de los cuales sólo citaré
los siguientes para no alargar demasiado este relato:
Pingant sola alii, referantque coloribus ora;
Cæciliæ os Raphæl atque animum explicuit. 126
Después
hizo un cuadrito de figuras pequeñas, que hoy está en Bolonia también,
en la casa del conde Vincenzio Arcolano: representa a Cristo en el
cielo, a modo de Júpiter, rodeado por los cuatro Evangelistas, como lo
describe Ezequiel: uno en forma de hombre y los otros en forma de león,
de águila y de buey. Debajo hay un paisaje terrestre, no menos notable y
bello en su pequeñez que las demás cosas en su grandeza. Envió un
cuadro no menos bueno a los condes de Canossa, en Verona; representa la
Natividad de Nuestro Señor, muy bella, con una aurora que ha sido muy
alabada, lo mismo que la Santa Ana y el resto de la obra, que no se
puede elogiar mejor que diciendo que es de la mano de Rafael de Urbino.
De ahí que los condes tengan ese cuadro en suma veneración y nunca hayan
querido venderlo, por alto precio que les ofrecieran muchos príncipes.
Luego
hizo el retrato de Bindo Altoviti, en su juventud, que es considerado
estupendo, y también pintó una Nuestra Señora, que envió a Florencia y
se halla ahora en el palacio del duque Cosme, en la capilla de los
departamentos nuevos construidos y decorados por mí. Sirve de tabla de
altar y en ella está representada una Santa Ana muy anciana, sedente,
que ofrece a la Virgen su Hijo desnudo, tan bello de figura y de rostro
que con su risa alegra a todo el que lo ve. Además, al pintar a la
Virgen, Rafael mostró toda la belleza que se puede poner en la expresión
de la misma, pues sus ojos dicen la modestia, su frente, la dignidad,
su nariz, la gracia, y su boca, la virtud. En cuanto a sus ropas,
revelan una sencillez y una honestidad infinitas. Hay un San Juan
sentado, desnudo, y otra Santa bellísima. En el terrazo se ve un
edificio en que el pintor fingió una ventana con encerado, por la cual
entra la luz que ilumina una habitación en que hay algunas figuras.
En
Roma pintó un cuadro de buen tamaño, en que retrató al Papa León, al
cardenal Julio de Médicis y al cardenal Rossi. Todas las figuras parecen
en relieve, en vez de pintadas; el terciopelo es velludo, el damasco
que viste el Papa cruje y brilla, las pieles del forro son vivas y
suaves, y los oros y las sedas están hechos de tal modo que no parecen
colores, sino las materias mismas. Hay un libro de pergamino miniado,
que parece más real que la realidad, y una campanilla de plata labrada,
de una belleza indecible. Y entre otras cosas una bola de oro bruñido,
en el respaldo del sillón, en la cual, como si fuera un espejo (tal es
su claridad), se reflejan las luces de la ventana, la espalda del Papa y
las corvadas paredes de la habitación.
Pintó igualmente al duque
Lorenzo y al duque Julián, con perfección incomparable en la gracia del
colorido. Esos retratos están en poder de los herederos de Ottaviano
de' Medici, en Florencia. Esto acrecentó considerablemente la fama de
Rafael y también su fortuna, de modo que para dejar recuerdo de sí se
hizo construir un palacio en Roma, en el Borgo Nuovo, el cual fue
ejecutado por Bramante.
Hizo luego Marco Antonio127 para Rafael
buen número de estampas, que éste regaló al Baviera, su ayudante, quien
servía a cierta dama amada por el artista hasta la muerte y de la cual
pintó un retrato hermosísimo en que parece viva. Ese retrato se halla
hoy en Florencia, en poder del gentilísimo Matteo Botti, mercader
florentino, amigo íntimo de todas las personas de talento y, en
especial, de los pintores.
Para el monasterio de Palermo llamado
Santa Maria dello Spasimo, de los religiosos de Monte Oliveto, pintó
Rafael un Cristo llevando la cruz. Esta obra, completamente terminada
mas no colocada en su lugar, estuvo a punto de ser destruida, pues,
según refieren, habiendo sido embarcada para ser conducida a Palermo,
una horrible tempestad lanzó contra un escollo a la nave que la
transportaba, de modo que se abrió toda y se perdieron los tripulantes y
las mercancías, salvo esta tabla de Rafael que, dentro de la caja en
que había sido encerrada, fue llevada por el mar a las aguas de Génova.
La recogieron y condujeron a tierra, y se vio en el suceso un signo
divino, por lo cual fue puesta en custodia, ya que estaba intacta, sin
mancha o defecto alguno: hasta la furia de los vientos y de las ondas
marinas habían respetado la belleza de esa obra. Difundiéndose luego la
fama de la misma, los monjes trataron de recuperarla, pero sólo les fue
devuelta por intervención del Papa, que favoreció ampliamente a quienes
la habían salvado. Fue, pues, embarcada de nuevo la tabla, y llevada a
Sicilia, donde la pusieron en Palermo. Allí tiene ahora más fama que el
monte de Vulcano.128 Mientras Rafael trabajaba en esas obras, que no
podía dejar de ejecutar, pues debía servir a personajes grandes y
notables, proseguía lo que había empezado en las cámaras del Papa, en
que continuamente tenía en actividad a hombres que adelantaban la tarea,
siguiendo sus bocetos. Y él mismo revisaba permanentemente lo hecho,
suplía las faltas y ayudaba en todo lo que podía. No pasó, pues, mucho
tiempo sin que dejara descubierta la cámara de la Torre Borgia, en cuyas
paredes había hecho cuatro composiciones, dos sobre las ventanas y dos
en los lienzos libres. Una de las pinturas representa el incendio del
Borgo Viejo de Roma, cuando, no siendo posible apagar el fuego, el Papa
San León IV se asoma a la galería de su palacio y lo extingue con su
bendición. En esa composición se ve la representación de diversos
peligros. De un lado hay mujeres con las cabelleras y las ropas agitadas
con terrible furia por el viento tempestuoso, mientras llevan cacharros
con agua, en las manos o puestos sobre la cabeza, para apagar el
incendio. Otros personajes se empeñan en arrojar agua, enceguecidos por
el humo, que les impide reconocerse. Del otro lado está representado
-tal como Virgilio describe a Anquises llevado en andas por Eneas- un
anciano enfermo, desesperado por su invalidez y por las llamas. Allí se
nota, en la figura del joven, el ánimo, la fuerza y el sufrimiento de
todos los miembros bajo el peso del viejo que se abandona sobre sus
espaldas. Los sigue una vieja descalza y a medio vestir, que viene
huyendo del fuego, y delante de ellos está un niñito desnudo. En lo alto
de una pared en ruinas, una mujer desnuda y desgreñada tiene en brazos a
su hijito y lo arroja a un pariente que ha escapado a las llamas y está
en la calle, en puntas de pies y con los brazos extendidos para recibir
a la criatura en pañales. La mujer evidencia al mismo tiempo el deseo
de salvar al niño y el sufrimiento y la sensación de peligro que le
causa el fuego ardiente que la abrasa. No menos pasión se manifiesta en
el pariente, preocupado por salvar a la criatura y, al mismo tiempo,
presa de temor mortal. Y no es posible expresar el valor de la
imaginación del ingeniosísimo y admirable artista que ideó a una madre
descalza, con la ropa desprendida, desceñida, y los cabellos en
desorden, llevando parte de sus prendas en la mano, que empuja hacia
adelante a sus hijos y les pega para que huyan de las ruinas y del
incendio. Además, se ve en ese fresco algunas mujeres arrodilladas que
ruegan a Su Santidad que ponga fin al siniestro.
La otra
composición alude al mismo Papa San León IV. Allí representó Rafael el
puerto de Ostia ocupado por una escuadra turca llegada para tomar
prisionero al Pontífice. Se ve a los cristianos combatiendo al enemigo
en el mar, y llegan al puerto una infinidad de prisioneros que salen de
una barca: unos soldados de caras bellísimas y actitudes bravías los
tiran de las barbas, y los llevan a la presencia de San León. Para la
figura de éste tomó Rafael como modelo a León X, poniendo a Su Santidad,
vestido de pontifical, entre los cardenales de Santa Maria in Portico,
es decir Bernardo Divizio da Bibbiena, y Julio de Médicis, que luego fue
el Papa Clemente.
En una tercera composición, se ve al Papa León
X consagrando al Rey Cristianísimo Francisco I de Francia,129 cantando
la misa y bendiciendo los óleos para ungirlo y la corona real. Y en el
cuarto fresco hizo la coronación de dicho rey, en que están el Papa y
Francisco I retratados del natural, uno con armadura y el otro con sus
hábitos pontificales.130
Por haber sido pintado el techo de esa
sala por Perugino, su maestro, Rafael no quiso destruir las pinturas, en
recuerdo suyo y por el cariño que le tenía, ya que había sido el
principio del grado al que llegó el talento del discípulo. Prosiguiendo
su tarea, Rafael hizo otra sala en que puso, en tabernáculos, algunas
figuras de Santos y de Apóstoles, ejecutadas en grisalla. Por Giovanni
de Udine, su discípulo, hizo representar allí todos los animales que
poseía el Papa León: el camaleón, los gatos de algalia, los papagayos,
los leones, los elefantes y otros animales más exóticos. Y además de
embellecer con grotescos y varios pavimentos ese palacio, proyectó las
escaleras y trazó las galerías, bien comenzadas por Bramante pero
inconclusas a consecuencia de la muerte de éste y continuadas luego
según los diseños de Rafael, quien hizo de ellas un modelo en madera,
con mejor estilo y adorno que aquel arquitecto. Y como el Papa León
quiso mostrar la grandeza de su magnificencia y generosidad, Rafael hizo
los dibujos de los adornos en estuco y de las composiciones que en
ellos se pintaron, así como de la compartimentación. En cuanto a los
estucos y grotescos, hizo director de la obra a Giovanni da Udine, pero
encargó las figuras a Julio Romano, aunque éste trabajó poco en ellas.
Así, Giovan Francesco, el Bologna, Perino del Vaga, Pellegrino da
Modona, Vincenzio da San Gimignano y Polidoro da Caravaggio, con muchos
otros pintores ejecutaron escenas, figuras y otros adornos que
presentaba aquella obra. Rafael la hizo terminar con tanta perfección,
que desde Florencia mandó traer el pavimento de Luca della Robbia.
También encargó a Gian Barile, en todas las puertas y los techos de
madera, bastantes tallas, trabajadas y terminadas con fina gracia.
Hizo
proyectos arquitectónicos para la Viña del Papa y, en el Borgo, para
varias casas, en particular para el palacio de Messer Giovan Battista
dall'Aquila, que fue cosa bellísima. También proyectó un edificio para
el obispo de Troya, que hizo hacer su palacio en Florencia, en la Via di
San Gallo.
Para los Monjes Negros de San Sixto, en Piacenza,
pintó la tabla del altar mayor que representa a Nuestra Señora con San
Sixto y Santa Bárbara; es una obra verdaderamente rarísima y singular.
Para Francia ejecutó muchos cuadros, y particularmente, para el Rey, un
San Miguel luchando con el diablo que es considerado maravilloso. En
este cuadro puso una roca ardiente como centro de la tierra; por grietas
de la misma salen llamaradas de fuego y azufre, y Lucifer, cocinados y
ardidos sus miembros en encarnaciones de diversas tintas, expresa todos
los efectos de la cólera que la soberbia envenenada y henchida suscita
contra quien oprime la grandeza de aquel que, privado de un reino de
paz, está seguro de sufrir continua pena. Lo contrario se manifiesta en
San Miguel; éste tiene apariencia celestial, revestido de armadura de
hierro y oro, pero muestra bravura y fuerza terribles, pues ya ha hecho
caer a Lucifer, derribándolo con una azagaya. En suma, está tan bien
hecha esta obra, que mereció recompensa honrosísima de aquel rey.
Retrató
Rafael a Beatriz de Ferrara y otras damas y, particularmente, a la de
su corazón. Fue el pintor individuo muy amoroso y aficionado a las
mujeres, siempre dispuesto a ponerse a su servicio. En sus placeres
carnales fue respetado y complacido por sus amigos, más de lo
conveniente quizá. Así, cuando Agostin Chigi, su entrañable amigo, le
encargó la decoración de la primera galería de su palacio,131 viendo que
Rafael no atendía mucho a su trabajo a causa de sus amores con una
mujer, se desesperó tanto, que mediante intermediarios y personalmente
consiguió instalar a aquella dama en su casa, para que estuviera
continuamente en las habitaciones en que Rafael trabajaba. Y de este
modo logró que el artista terminara la obra, para la cual ejecutó todos
los cartones y pintó al fresco con su propia mano muchas figuras.
En
la bóveda hizo la Asamblea de los dioses en el cielo, y allí se ven
muchos trajes y elementos tomados de la Antigüedad y ejecutados con
bellísima gracia y diseño. Pintó las bodas de Psiquis, con los
servidores que atienden a Júpiter, y las Gracias esparciendo flores
sobre la mesa. En los arranques de la bóveda pintó muchos motivos, entre
ellos a un Mercurio con su flauta, volando como si bajara del cielo, y a
Júpiter besando a Ganimedes con celeste gravedad. En otro lugar,
debajo, hizo el carro de Venus con las Gracias y Mercurio, que suben al
cielo a Psiquis. Y representó muchos motivos poéticos en los demás
espacios. También pintó una cantidad de niños en escorzo, muy hermosos,
que vuelan llevando los emblemas de los dioses: el rayo y las saetas de
Júpiter, los yelmos, las espadas y los escudos de Marte, los martillos
de Vulcano, la maza y la piel de león de Hércules, el caduceo de
Mercurio, la zampoña de Pan, las herramientas agrícolas de Vertumno. Y
todos están acompañados por animales apropiados a su naturaleza: pintura
y poesía verdaderamente bellísimas. Por Giovanni da Udine hizo hacer
Rafael para todas las composiciones marcos de flores, hojas y frutas en
guirnaldas, que no pueden ser más hermosos. También proyectó el orden
arquitectónico de las caballerizas de los Chigi y, en la iglesia de
Santa Maria del Popolo, el orden de la capilla de Agostino, de la cual
ya se habló. Además de decorar esta capilla, dio orden de que se hiciera
allí una maravillosa sepultura y encargó a Lorenzetto, escultor
florentino,132 dos figuras que aún están en su casa, en el Macello de'
Corbi, en Roma. Pero la muerte de Rafael, y luego la de Agostino,
motivaron la transmisión de esa obra a Sebastián Viniziano.133
Había
alcanzado tal grandeza Rafael, que León X le ordenó comenzar la sala
grande de arriba, donde están las victorias de Constantino. El artista
empezó la obra. También quiso el Papa que se hicieran riquísimos tapices
de oro y seda, para los cuales pintó Rafael, en apropiada forma y
tamaño de ejecución, los cartones, que fueron enviados a Flandes para
que allí se tejieran las composiciones. Terminados los paños, volvieron a
Roma. Esta obra fue realizada tan milagrosamente, que causa maravilla
verla, si se piensa cómo fue posible tejer los cabellos y las barbas y
dar morbidez a las carnes con el hilo. Es obra más bien del milagro que
del artificio humano, porque hay allí aguas, animales, edificios tan
bien hechos, que no parecen tejidos sino realmente trazados con pincel.
Costó este trabajo setenta mil escudos, y se conserva en la capilla
pontificia.
Para el cardenal Colonna, pintó en tela un San Juan,
por el cual, a causa de su hermosura, sentía el prelado un amor
profundo. Afectado por una enfermedad, lo atendió Messer Iacopo da
Carpi, y este médico le pidió el cuadro. Y porque lo deseaba mucho, se
quedó con él, considerando que el
cardenal le tenía infinita obligación. Ahora, ese San Juan se encuentra en Florencia, en poder de Francesco Benintendi.
Para
el cardenal y vicecanciller Julio de Médicis hizo una tabla de la
Transfiguración de Cristo, destinada a ser enviada a Francia; la trabajó
personalmente y la llevó a su última perfección. Allí representó a
Cristo transfigurado en el monte Tabor, al pie del cual lo aguardan sus
once discípulos. Entre éstos está un joven endemoniado, a la espera de
que Cristo descienda del monte y lo libere: se retuerce y se yergue
gritando y revolviendo los ojos. Muestra el padecimiento de su carne, de
sus venas y de su pulso contaminados por la malignidad del espíritu, y
con sus pálidos miembros hace aquel gesto forzado y temeroso. Esta
figura es sostenida por un viejo que la abraza, cobra ánimo, con los
ojos redondos iluminados en el centro, y revela, al alzar las cejas y
arrugar la frente, fuerza y miedo simultáneamente. Mira fijamente a los
Apóstoles y parece esperar en ellos y darse coraje. La figura principal,
entre muchas, del cuadro es una mujer arrodillada ante los Apóstoles y
con la cabeza vuelta hacia ellos, que con los brazos tendidos hacia el
endemoniado muestra su miseria. En cuanto a los Apóstoles, sentados
unos, de rodillas o de pie los demás, muestran sentir gran compasión
ante tanta desgracia. A la verdad, Rafael hizo figuras y cabezas de
belleza extraordinaria y tan nuevas, diversas y expresivas, que según
consenso de los artistas, esta obra, entre tantas que pintó, es la más
loable, la más hermosa y la más divina. Quien quiera conocer y mostrar
en pintura a Cristo transfigurado en su Divinidad, lo contemple en esta
obra en que Rafael lo representó en lo alto del monte, reducida su
figura por la distancia, en el aire lúcido, con Moisés y Elías que,
iluminados por un claror esplendoroso, cobran vida bajo su luz. En
tierra, postrados, están Pedro, Santiago y Juan, en varias y bellas
actitudes. Uno apoya la cabeza en el suelo, otro hace sombra a sus ojos
con la mano, protegiéndose de los rayos y la inmensa luz del esplendor
de Cristo, el cual, vestido de color de nieve, parece mostrar, abriendo
los brazos y alzando la cabeza, la Esencia y la Divinidad de las Tres
Personas, estrechamente reunidas en la perfección del arte de Rafael.
Éste parece haberse concentrado tanto con su talento para expresar la
fuerza y el valor de su arte en el rostro de Cristo que, cuando lo
terminó, como última obra que debiera hacer, no tocó más los pinceles,
sobreviniendo luego su muerte.
Rafael estaba unido por vínculos
de amistad con Bernardo Divizio, cardenal de Bibbiena, el cual durante
muchos años lo importunó pidiéndole que tomara esposa. Si bien Rafael no
rehusó expresamente cumplir el deseo del cardenal, postergó su decisión
diciendo que quería dejar pasar tres o cuatro años. Al cabo de ese
plazo, cuando Rafael no se lo esperaba, el cardenal le recordó su
promesa y, viéndose comprometido, no quiso faltar a su palabra, como
hombre cortés que era. Y así aceptó por esposa a una sobrina de ese
prelado. Pero como siempre se sintió muy descontento de este lazo, fue
poniendo tiempo de por medio y pasaron muchos meses sin que se consumara
el matrimonio. Mas no hizo esto el artista sin honorable propósito,
pues como había servido durante tantos años a la Corte, y León X le
adeudaba una buena suma, tenía entendido que cuando concluyera la sala
que decoraba para el Papa recibiría, en recompensa de sus esfuerzos y su
talento, un capelo rojo. Pues el Sumo Pontífice había decidido crear
cierto número de nuevos cardenales, entre los cuales alguno tenía menos
mérito que el pintor.
Entre tanto, Rafael seguía dedicado a sus
amores en forma oculta y entregándose sin medida a los placeres. Ocurrió
que una vez se desordenó más que de costumbre y volvió a su casa con
una fiebre intensa. Creyeron los médicos que se había acalorado y como
Rafael tuvo la imprudencia de no confesarles los excesos que había
cometido, le hicieron una sangría cuando estaba debilitado y lo que
necesitaba era algo que lo restaurara. Sintiéndose desfallecer, hizo
testamento y ante todo, como buen cristiano, hizo salir a su amada de su
casa, dejándole lo necesario para que viviese honestamente. Luego
repartió sus cosas entre sus discípulos -Julio Romano, a quien siempre
amó mucho, Giovan Francesco Fiorentino, llamado el Fattore-, y no sé qué
sacerdote de Urbino, su pariente. Ordenó luego que con su dinero se
restaurase con piedra nueva un tabernáculo antiguo de Santa Maria
Ritonda y se hiciese un altar, con una estatua de la Virgen en mármol,
para su sepultura. Y dejó todos sus bienes a Julio y Giovan Francesco,
nombrando albacea a Messer Baldassarre da Pescia, a la sazón datario del
Papa. Después, confeso y contrito terminó el curso de su vida el mismo
día en que nació, o sea el Viernes Santo,134 a la edad de treinta y
siete años. Y es de creer que como con su talento embelleció el mundo,
su alma habrá adornado el Cielo.
Cuando murió, en la sala en que
trabajaba, pusieron a su cabecera la tabla de la Transfiguración que
había pintado para el cardenal de Médicis, y al ver su cuerpo muerto y
su obra viva, se les partía de dolor el alma a todos los que lo
contemplaban. El cuadro, después de la pérdida de Rafael, fue puesto por
el cardenal en San Pietro a Montorio, sobre el altar mayor, y siempre
fue tenido en alto aprecio.
A los restos de Rafael fue dada la
honorable sepultura que su noble espíritu merecía, y no hubo artista que
no llorase y los acompañase a su tumba. Causó gran dolor su muerte a
toda la Corte pontificia, en primer lugar porque tuvo en vida cargo de
cubiculario, y, además, porque lo quería tanto el Papa, que su
fallecimiento lo hizo llorar amargamente. ¡Oh alma feliz y
bienaventurada, pues todo el mundo habla de ti y celebra tus actos y
admira todo dibujo que has dejado! Bien podía la pintura, muriendo este
noble artista, morir ella también, pues cuando él cerró los ojos, ella
quedó casi ciega. Ahora nos toca a nosotros, los que hemos quedado,
imitar el bueno, el óptimo estilo que nos ha dejado como ejemplo y, como
lo merecen su talento y nuestra gratitud, guardar de él gratísimo
recuerdo y siempre honrarlo con la palabra. Pues, en verdad, nos
encontramos con que, gracias a él, los colores y la invención unidos han
alcanzado esa meta de perfección que apenas podía esperarse. Y que
jamás imagine espíritu alguno poder superarlo. Además de este beneficio
que le hizo al arte, como amigo de él, no descuidó durante su vida
mostrarnos cómo se trata a los hombres, grandes, mediocres o ínfimos. Y,
por cierto, entre sus dotes singulares encuentro una de tal valor, que
me deja estupefacto: y es que el cielo le dio fuerza para mostrar en
nuestro oficio una actitud tan contraria a nuestros temperamentos de
pintores. Porque nuestros artistas -y no digo solamente los inferiores,
sino los que tienen la pretensión de ser grandes (que con tal humor el
arte los produce en número infinito)- cuando trabajaban en colaboración
con Rafael se sentían unidos y en una concordia tal, que todo mal humor
desaparecía al verle, y todo pensamiento vil y bajo se borraba de la
mente. Y esa unión nunca existió, salvo en su tiempo. Ello ocurría
porque los artistas eran vencidos por la cortesía y el arte de Rafael,
pero más que todo por el genio de su natural tan bueno. Pues estaba tan
lleno de gentileza y caridad, que hasta los animales, y no sólo los
hombres, lo honraban. Dicen que dejaba su trabajo para ayudar a
cualquier pintor conocido de él, y también a los desconocidos, cuando le
pedían un dibujo que necesitaban, y siempre empleó a una infinidad de
artistas, prestándoles ayuda y enseñándoles con tal amor, que más
parecía tratar con sus hijos que con colegas. Por ese motivo, nunca
salía de su casa para dirigirse a la Corte sin verse rodeado de
cincuenta pintores, todos buenos y de valor, que lo acompañaban como
homenaje. En suma, no vivió como un pintor, sino como un príncipe. Por
lo tanto, ¡oh arte de la pintura!, podías entonces considerarte feliz,
contando con un artífice que por su talento y sus costumbres te elevaba
hasta el cielo. ¡Bienaventurado, realmente, podías decirte, ya que por
las huellas de semejante hombre han visto luego tus alumnos cómo se debe
vivir y lo que significa poseer a la vez el arte y la virtud! Uno y
otra, unidos en Rafael, pudieron impulsar a la grandeza de Julio II y la
generosidad de León X, en la suma jerarquía y dignidad que poseían, a
hacerlo familiarísimo suyo y brindarle toda suerte de liberalidades, de
modo que, con el favor y las riquezas que le ofrecieron, logró hacer
gran honor al arte y a sí mismo. Y bienaventurado puede decirse también
aquel que, estando a su servicio, trabajó bajo su dirección. Porque
advierto que todos los que lo imitaron llegaron a buen puerto, y así,
quienes emularon sus esfuerzos en el arte serán honrados por el mundo, y
los que se le parezcan por las santas costumbres serán recompensados en
el cielo.
Bembo dedicó a Rafael el siguiente epitafio:
«D.
O. M. A Rafael Sanzio de Urbino, Juan Francisco, pintor eminentísimo,
émulo de los antiguos, en cuyas imágenes animadas, si las contemplas,
fácilmente advertirás la alianza de la naturaleza y del arte. Acrecentó
la gloria de Julio II y de León X, Pontífices Máximos, con sus obras de
pintura y arquitectura. Vivió treinta y siete años, íntegro entre los
íntegros, y dejó de existir el mismo día en que nació, el 8 de abril de
1520.
»Éste es Rafael. Mientras vivió, la gran Madre de las cosas temió ser vencida por él, y cuando murió, temió morir con él».
Y el conde Baldassarre Castiglione, con motivo de su fallecimiento, escribió un poema que dice así:
«Porque
con su arte médica curó el cuerpo lacerado de Hipólito y lo salvó de
las aguas del Estix, Epidaurio se vio arrebatado por las mismas ondas
estigias: así, la muerte fue el precio de su vida de artífice. También
tú, Rafael, que con tu ingenio admirable restauraste el cuerpo
destrozado de Roma y devolviste la vida al cadáver de la Urbe lacerado
por el hierro, el fuego y los años, devolviéndole su antiguo esplendor,
concitaste la envidia de los dioses; y la muerte se indignó porque eras
capaz de devolver el alma a los muertos. Pero lo que poco a poco, en
largos días fue abolido, esa desdeñada ley de los mortales, a tu vez
debiste obedecerla. Así, ¡oh desdichado!, primero caes en plena
juventud, y de tal modo nos adviertes nuestros deberes y la inminencia
de nuestra muerte».
Giorgio Vasari (1511-1574)
Notas
119. Erudito gentilhombre, amigo del cardenal Bembo.
120. Luca Signorelli.
121. Vasari confunde dos composiciones: la Escuela Atenas y la Disputa del
Santo Sacramento , mezclando a los personajes de una y otra.
122. Agostino Chigi. Su palacio es la Villa Farnesina.
123. El Vaticano.
124. La Excarcelación de San Pedro. Es ésta una de las primeras escenas nocturnas pintadas en Italia.
125.
El Papa que arrojó a Atila de Roma fue San León Magno, primero de su
nombre. Se supone que este fresco de Rafael alude a la expulsión de los
franceses de Italia.
126. Pinten otros tan sólo su rostro y reproduzcan sus colores; mas Rafael representó el rostro y el alma de Cecilia.
127. Marco Antonio Raimondi, grabador boloñés, que trasladó al cobre muchas de las composiciones de Rafael Sanzio.
128. El Etna.
129.
Esta obra es la Consagración de Carlomagno. La confusión de Vasari se
debe a que Rafael hizo el retrato de León X para representar a León III,
y el de Francisco I para personificar a Carlomagno.
130. Se trata de la Justificación de León III. Vasari comete el mismo error que al describir la Consagración de Carlomagno.
131. La Villa Farnesina.
132. Lorenzo Lotto.
133. Sebastián del Piombo.
134. Del año 1520.
En Vida de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos
Nota del traductor Julio Payró
La traducción de esta selección de las Vidas de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos
se ha hecho sobre la base de la última edición del libro de Giorgio
Vasari, realizada por G. C. Sansoni, de Florencia, en 1906, que contiene
en nueve tomos el texto completo de las Vidas,
transcripto de la segunda edición de la obra, hecha mientras vivía el
autor, en el año 1568, por los Giunti, y que lleva comentarios y
acotaciones de Gaetano Milanesi, comprendiendo, en forma de notas y
apéndices, todos los aportes sucesivos de Monseñor Giovanni Bottari, G.
Montani, G. Masselli, Pini, Carlo Milanesi, P. Marchese y Selvatico al
esclarecimiento del escrito original. Se han consultado las versiones
francesas de Charles Weiss (Edición Dorbon-Ainé, París, 1926) y de
Leclanché (París, 1839), inglesa de A. E. Hinds («Everyman's Library»,
J. M. Dent and Sons Limited, Londres) y castellana de J. Farrán y
Mayoral (Luis Miracle, Barcelona, 1940), así como la edición italiana
abreviada de Adriano Salani (Florencia, 1931), esto último para
considerar el criterio con que se acorta en Italia el texto de Vasari.
En esta versión castellana, algunas Vidas
muy extensas (por ejemplo la de Miguel Ángel) se han abreviado, y en
otras se ha simplificado un tanto el profuso estilo del autor, pero en
las más no sólo se ha traducido fielmente el original a nuestro idioma,
sino que se ha tratado de respetar en todo lo posible los giros, las
expresiones características, la construcción (a veces viciosa) de la
sentencia, el empleo caprichoso de las mayúsculas y hasta la puntuación,
con el objeto de conservar el sabor propio del lenguaje literario del
aretino, que aún no se ha podido apreciar justamente en castellano, por
ser en extremo libres todas las versiones publicadas hasta la fecha.
Galería
La poesía
Madonna Connestabile
Madonna dei Garofani
Madonna con unicornio
San Jorge en lucha con el dragón
El Cardenal
La transfiguración
La Sagrada Familia
Incendio del Borgo
Expulsión - Estancia de Heliodoro
La Escuela de Atenas