Lima - San Isidro
DESTRUCCIÓN DEL PATRIMONIO, DESTRUCCIÓN DE LA IDENTIDAD
Por Wilfredo Ardito Vega
Hace
dos semanas, caminando por San Isidro, vi que habían rodeado con
tablones una hermosa casona Tudor en la esquina de las calles Ricardo
Palma y Del Bosque. Al día siguiente, encima de los tablones había una
malla verde y un cartel que anunciaba que se construiría una tienda.
-¡Es terrible lo que van a hacer! –me dijeron dos señoras, al verme tomar algunas fotos.
Cuatro días después, queriendo pensar que
los obreros quizás sólo iban a hacer obras internas de remodelación,
regresé a la esquina… y cuando llegué, encontré que la casona casi había
desaparecido.
Este no ha sido el único caso de
demolición acelerada que se produce en los últimos meses: la Casa de la
Biblia en Santa Beatriz y el antiguo local de Aurelia en Lince han
desaparecido con la misma velocidad. Después del compás de espera que
generó la incertidumbre electoral del año pasado a muchos
inversionistas, las inmobiliarias están “poniéndose al día” reanudando
el proceso por el cual, en los últimos años, muchas zonas de Lima han
perdido valiosos inmuebles, desde Santa Beatriz hasta Magdalena y desde
Miraflores hasta la avenida San Felipe en Jesús María. Desde Jauja
hasta Piura y desde Iquitos hasta Ica, las demás ciudades peruanas
también se vienen deteriorando aceleradamente.
Sin embargo, en la destrucción del
patrimonio urbano no solamente han influido el abandono de los antiguos
propietarios y los intereses de grupos económicos, sino también
criterios erróneos de planificación urbana. Entre los años cuarenta y
setenta, decenas de casonas en el centro de Lima fueron demolidas para
ensanchar las avenidas Tacna, Abancay y Emancipación y el jirón Camaná.
Se justificaba la destrucción de balcones, patios coloniales, mansardas
republicanas y elegantes rejas para asegurar la fluidez del tráfico.
Entretanto, en las ciudades europeas, donde hay muchos más vehículos, se
prefirió construir metros, preservando el entorno urbano. Es más,
después de los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, muchas ciudades
fueron reconstruidas tal como eran, en base a fotografías. En el Perú,
una mal entendida modernidad ha sido más destructiva que cualquier
bombardeo.
Las demoliciones arrebatan a las ciudades aquello que los antropólogos llaman la “geografía recordada”, los referentes fundamentales que orientan la vida de los vecinos, los lugares donde jugaron de niños o pasearon cuando eran adolescentes, jóvenes o adultos. La memoria y la identidad de la ciudad se rompen, generándose una sensación de desarraigo.
A las inmobiliarias y los alcaldes esto no les importa mucho tanta destrucción, pero a la gente sí. Por eso los vecinos de Lince protestaron contra la remodelación del Parque Bombero y los de Barranco siguen indignados por la destrucción del molino y la laguna para un museo que nadie pidió: se estaba atentando contra sus recuerdos.
Otras víctimas de este proceso “anti-urbanista” son los árboles, talados por todas partes. Es difícil imaginar ahora la tupida alameda Ricardo Palma o saber que el pasaje Los Pinos se llamaba así porque era prácticamente un bosque de pinos y ahora es una calle realmente fea. A veces son talados por razones mezquinas: para que se vea mejor un local comercial. Esto último lo he visto frente a un Banco de Crédito en la plaza San José de Jesús María, un Inkafarma de la avenida Dos de Mayo en San Isidro, un hostal de Lince o la pastelería San Antonio de Miraflores. Sin la sombra de los árboles es más incómodo caminar por Lima.
Los limeños sienten mucho aprecio hacia los lugares que se conservan tradicionales, como el centro de Barranco, y también aquellos que buscan imitar la Lima desaparecida como el Parque de la Amistad, donde se ha reedificado el arco morisco que existía al inicio de la avenida Arequipa, una de las primeras víctimas de la modernidad violenta.
Es verdad que en el Centro Histórico se vienen recuperando valiosos edificios como el Hospicio Ruiz Dávila o la casa Bodega y Cuadra, pero para el resto de la ciudad, prima la indiferencia. Además, aún en el Paseo Colón o el jirón Moquegua valiosos edificios republicanos vienen ofreciéndose… como terreno.
El sábado pasado, con varios amigos nos
reunimos para protestar contra la demolición de la casona del Satchmo de
la calle La Paz en Miraflores. Era penoso ver que, desde hace algunas
semanas, sólo hay escombros donde se levantaba su casona gemela.
Comenzamos a recorrer varias callecitas de Miraflores y quedamos
consternados. Sólo algunas casonas atestiguaban que alguna vez fue un
bello distrito… y casi todas tenían carteles que anunciaban su próxima
destrucción. Anoche, quise enseñar a otros amigos la casona Tudor de la
calle Ricardo Palma… pero ya no había nada que enseñar.
Todos perdemos en un proceso que parece
diseñado a afectar nuestra autoestima como ciudad y como país. De poco
sirve que se pretenda que los turistas se queden en Lima cuando se les
ofrece una ciudad cada vez menos atractiva, sin personalidad, sin
belleza. De poco sirve pretender que los limeños quieran a Lima si sus
propias autoridades la quieren muy poco.
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