Desconocido para el gran público, Louis Kahn se encuentra entre los elegidos de su gremio.
Un arquitecto para arquitectos
Casi 40 años después de su muerte, una exposición reivindica la genialidad de su obra
A
Louis Kahn
(Pernu, Estonia, 1901-Nueva York, 1974) lo encontraron muerto en los
aseos de Penn Station. En tres días, nadie reclamó su cadáver. Llegó a
tener tres familias, pero regresaba solo de Dhaka, donde había comenzado
el edificio para la Asamblea Nacional de Bangladesh cuando el país
pertenecía a Pakistán. Mientras lo ideaba estalló la guerra civil, pero
eso no lo detuvo. Tampoco lo había detenido el páramo que vio cuando
llegó al solar polvoriento y pensó que aquello no era un lugar para
personas. “Aquí no hay donde agarrarse”, le escribió a Harriet Pattison,
la paisajista que por entonces era su amante. Kahn no vio ese edificio
terminado, pero hoy la gente se retrata allí el día de su boda. En un
contexto tan hostil supo levantar un edificio que es a la vez una
infraestructura política, un símbolo cultural y religioso y una obra de
arte. Todo un ejemplo de arquitectura monumental sin espectáculo que, al
borde del 40º aniversario de la desaparición del arquitecto, quiere
reivindicar una muestra organizada por el
Vitra Design Museum, la
Universidad de Pensilvania y el
Nederlands Architectuurinstituut de Rotterdam.
Kahn Supo relacionar arquitectura y vida al margen de las modas
No será difícil. Si hoy preguntas a 15 arquitectos, de Frank Gehry a
Renzo Piano, cada uno tendrá sus gustos, pero ninguno le pondrá un pero a
su obra. El consenso existe: Louis Kahn fue uno de los mejores
arquitectos de la segunda mitad del siglo XX. Lo fue porque supo
relacionar arquitectura y vida levantando edificios para la gente y al
margen de la convulsión de las modas. Se sabe que Kahn se hizo el
arquitecto que fue tras cumplir 50 años, cuando se tomó un tiempo para
vivir en Roma y cambió modernidad por eternidad. Un vistazo a su
biografía desvela que siempre vivió en precario, nunca tuvo casa propia y
atravesó la
Primera Guerra Mundial de niño, el
crash del 29 convertido en arquitecto, la
Segunda Guerra Mundial
de adulto y finalmente la guerra civil de Pakistán cuando diseñaba allí
el que sería su mayor proyecto. Tal vez por eso buscó en la
arquitectura la capacidad para redimir a las personas por el inevitable
dolor que conlleva vivir.
Si la arquitectura fue lo más cercano que estuvo de tener una casa,
tuvo en cambio tres familias, aunque en su obituario solo figurara su
mujer, Esther, y su primera hija, la hoy consagrada flautista Sue Ann
Kahn. Siempre viajaba solo. Con 26 años, ahorró para embarcarse en el
Île de France.
Pasó un año en Europa visitando edificios, dibujando y vendiendo sus
dibujos para alargar el viaje. Como reveló su hijo Nathaniel Kahn (hijo
de Harriet Pattison) en el documental nominado al Oscar
My architect. A son journey,
su padre fue un hombre con varias familias, pero con una sola obsesión.
Careció de aficiones o caprichos más allá de la arquitectura, a la que
se dedicó en cuerpo y alma: durmiendo apenas unas horas sobre su mesa de
trabajo o sobre su gabardina doblada, viajando con poco más que una
bolsa, teniendo un vestuario exiguo y de un único color; reduciendo, en
suma, la intendencia de la existencia para no distraerse de lo único que
consideraba relevante. Seis semanas después de encontrar su cuerpo en
los baños de Penn Station, su despacho cerró. Atravesaba su mejor
momento como arquitecto, pero tenía una deuda con sus empleados de casi
medio millón de dólares. Murió endeudado y sin ser dueño de nada. La
excelencia arquitectónica es una afición que solo renta en los libros de
historia. Los proyectos de Kahn también explican eso.
Igual que cuentan que el éxito profesional puede estar rodeado de
caos personal. O que el amor y la familia son, al contrario que la
arquitectura, asuntos con fecha de caducidad. Así, más allá de un
trabajo que no ha perdido vigencia, la vida de Kahn ilustra cómo la
época heroica de la arquitectura comienza a desdibujarse. Frente a una
mayoría monolítica de estudiantes burgueses, él fue un chico pobre que
llegó a construir sin haber conocido lo que era tener casa propia. Es
imposible que esa entrada no defina una mirada distinta.
Cuando un Louis Kahn de cinco años, entonces llamado Leiser-itze
Schmuilowsky, desembarcó en Filadelfia, su padre ya se había cambiado el
nombre por el de Leopold Kahn, y el niño ya había sufrido unas
quemaduras en la cara cuyas cicatrices harían de él un hombre tímido. Se
instaló con sus padres y hermanos en un piso pequeño al norte de
Filadelfia. Tras 12 mudanzas, los padres conseguirían comprarse una casa
de ladrillo donde Kahn vivió hasta que con 30 años se casó con Esther
Virginia Israeli y se fue a vivir con sus suegros (37 años más) en la
zona rica de la ciudad. Sus padres no pudieron pagar la hipoteca y
emigraron de nuevo a Los Ángeles. Ese trasiego tuvo que dejar huella en
el arquitecto: comenzó trabajando desde la casa de sus suegros y se
obsesionó con la urgencia de levantar viviendas dignas para los más
necesitados. En eso consistieron sus primeros trabajos.
En 1941 ideó con Oskar Stonorow cinco comunidades para trabajadores:
2.000 nuevas casas y dos años después vendió 110.000 copias del libro Why city planning is your responsability
(Por qué el urbanismo es su responsabilidad). Esos inicios definen su
trayectoria tanto como su trabajo de pianista en un cine cuando tenía 10
años.
“Fue un artista sincero con su talento”, explica Frank Gehry, a quien
la obra de Kahn le enseñó “que cada uno debe buscar su camino”. Otro
insigne, Renzo Piano, elige describirlo con la palabra obstinación: “La
persistencia es la única manera de llegar al centro de las cosas”. Pero
fue un tercer proyectista, Balkrishna Doshi, quien llevó a Kahn a India
para proyectar el Indian Institute of Management, en Ahmedabad, tras
asegurar a las autoridades que ya tenían muchos Le Corbusier: “Si lo
contratan, cambiará la historia de India con una gran lección para los
arquitectos y un monumento para todo el mundo”, argumentó Doshi. Hoy
piensa que no se equivocó. “Le Corbusier era un acróbata, pero Kahn fue
un yogui. Tenía una antena para detectar el pulso del lugar, su cultura y
su vida”.
Kahn me enseñó que cada uno debe buscar su camino”
Frank Gehry
Corría el año 1945 cuando contrató a la arquitecta de 25 años Ann
Griswold Tyng. Un lustro después, Kahn se fue a vivir a Roma. Desde allí
le escribió: “Me he dado cuenta de que la arquitectura de Italia
permanecerá como la fuente de inspiración de los trabajos del futuro”.
Kahn había encontrado su voz: decidió excavar en el pasado para
encontrar formas modernas. Y las halló. Solo cuatro años después, Tyng
dio a luz, también en Roma, pero sola, a Alexandra Tyng, la única hija
del arquitecto que no lleva su apellido. Él le dedicó la inauguración de
la galería de la Universidad de Yale, en la que habían trabajado
juntos: “El espacio puede con todo, es realmente fuerte”, le escribió.
Lo hacía semanalmente. Pero la relación se enfrió. Kahn tenía ya una
hija de 14 años, continuaba viviendo en casa de sus suegros y no parecía
tener prisa por conocer a su nueva hija.
La gota que colmó el vaso de esa relación tiene como escenario el
MOMA.
Había sido Tyng quien abrió a Kahn el mundo de las estructuras
tensadas, pero en la City Tower, un proyecto que las exponía en la
muestra sobre arquitectura visionaria, él no reconoció esa coautoría.
Tyng lucharía toda su vida para conseguir ese reconocimiento. En 1997,
con 77 años, decidió publicar las cartas de Roma y al fin obtuvo el
crédito que se le debía. “Lou tenía una personalidad muy poderosa. Se
dedicó a la arquitectura renunciando a todo lo demás”, escribió.
En 1958, Kahn había conocido ya a su tercera pareja, la paisajista
Harriet Pattison –27 años más joven que él y todavía viva–. Dos años
después del incidente del MOMA nació su hijo Nathaniel, candidato al
Oscar al mejor documental con su primera película. “No conocí muy bien a
mi padre. Nunca se casó con mi madre y nunca vivió con nosotros”,
comienza el filme, que en 2003 sirvió para que un hijo conociera a su
padre y para que mucha gente conociera al arquitecto Louis Kahn.
En 1963, Kahn se aproxima a su última década y en ese tiempo se
asegura un puesto en la historia. A los sesenta pertenecen encargos como
la Asamblea de Dhaka y el Salk Institute (1959-1965), en California.
Con fama de críptico, tenía claro que el clasicismo –la permanencia–
requiere humildad, “un abandono del exceso de personalidad”, le enseñó
su primer maestro, Paul Philippe Cret. “Al contrario de tantos
arquitectos modernos, entre los edificios del pasado Kahn vio siempre
amigos, no enemigos”, según el historiador Vincent Scully.
En Roma encontró su voz: “Esta arquitectura será mi inspiración”
En 1962, el presidente paquistaní Ayub Khan decidió levantar en Dhaka
una asamblea para suavizar la voluntad separatista de los bengalíes que
habitaban esa zona. Le Corbusier rechazó la oferta y Alvar Aalto estaba
enfermo. Kahn aceptó el encargo. Una plataforma de ladrillo arraiga hoy
la asamblea, levantada con piezas de hormigón; un volumen fortificado,
que es más eterno que moderno, representa a una sociedad que quiere ser
libre. Kahn nunca la vio construida.
El Indian Institute of Management, en Ahmedabad, tenía detrás a
Vikram Sarabhai, un físico que llevaba 10 años viviendo en una casa
diseñada por Le Corbusier y entendió que India necesitaba una clase
propia de dirigentes. Kahn atendió al arquitecto indio Balkrishna Doshi y
cuando éste le advirtió de la importancia de las brisas del suroeste,
giró el proyecto 45 grados para que pudiera pasar el aire. También en
India abrió la puerta a la reconsideración del pasado construyendo lo
universal a partir de lo local. “Llegó justo a tiempo”, sostiene el
historiador William Curtis: “Cuando las sociedades salían del
colonialismo y necesitaban encontrar su propia identidad cultural para
aspirar desde ella a un futuro mejor, apareció Kahn”.
Louis Kahn declaró que la mejor arquitectura está en los espacios sin
nombre y que cada uno hace suyos. Algo de eso, de falta de nombre y de
interpretación personal, hubo en su manera de vivir. Es difícil saber si
logró comprenderse a sí mismo, pero cuando uno visita el Salk Institute
en California o el Parlamento Sher-e-Bangla Nagar, en Dhaka, se siente
abrumado y a la vez liberado. No tarda en ver allí algo más que
arquitectura. Y tiene la sensación de que ese maestro secreto sí logró
comprender el mundo.